Cuenta una señora de esas estudiosísimas que naciste por allá, al este del centro del país, en Chiahutempan, al centrosur de Tlaxcala. Que por allá de mediados del siglo de la industrialización. Y que moriste joven, también, antes de que el mismo decimonónico tiempo, terminara, y bien digno de aquella etiqueta de leyenda. Porque cuándo han visto leyendas y héroes vetustos, ni que fueran novelas bienescritas por reconocidísimos escritores. Menos de medio siglo dicen –los mismos expertos– que viviste. Viejo colega de Robin Hood, amañado por las más arraigadas injusticias y los más reconocidos estragos de la clase más baja. Quebrado, sí, porque no tenía ni un quinto, pero bien distinto de roto, que por allá del porfitirato los rotos eran nada más y nada menos que los esculpidos por la burguesía, los bienvestidos, los catrines, los trajeados.
Que por andar de picaflor, y por haberle robado del manto sagrado del privilegio la sobrina a un francés apoderado con ínfulas de bienhechor y gestor de todo aquello que brillaba, te refundieron en el tambo por ser la epitome de la desfachatez en tiempos de Don Porfirio, allá en Ulúa, de donde, sabio tú, te escapaste, por entre el tambo que fungía de sanitario, y que no te vieron ni lo roto ni lo quebrado ni lo cabrón.
Ahí, sí, en esa cárcel donde volviste justo el año de tu muerte, en tu último atraco, en 1894,donde el soplón de tu amigo al que le apodaban el Bruno te echó de piocha y te masacraron a latigazos, y tú gallardo todavía te aventaste a decirle al coronel Hinojosa, luego de que ordenara que te dieran doscientos catorrazos con el látigo: No puede ser desgraciado el que roba para aliviar el infortunio de los desventurados. Y qué razón tenías, Jesús. Pero al coronel aquel le importó un peso la cordura porque él está sí y sólo sí para seguir órdenes, y que dice, entonces, el muy sinvergüenza, pues que sean trescientos latigazos entonces, para que aprenda amar a Dios en tierra de indios. Y ya no los soportaste, y cómo, si el cuerpo llega un punto en que dice hasta aquí nomás y agua va y se apagan todas las luces del escenario propio, se fuga uno de sí mismo, y la muerte no viene y pregunta, nomás se lo llevan a uno, ahí. Aunque, cuentan más leyendas y más expertos, que cuál muerte, si tu viejo amor te salvó de las pusilánimes manos de la huesuda llenándole las manos de oro al rufián aquel que tenía la tarea de demolerte a fregadazos, y que mira que cómo cuentan que era experto, que seguro no le hubieras aguantado ni los primeros cincuenta. Se supo todo luego porque moriste realmente en abril, o nuevamente como dicen, pues cuando se les ocurrió abrir la caja aquella donde debieran estar descansando tus restos, había puras piedras.
Como si la Medusa te hubiera visto a los ojetes previo a tu entierro y te hubieras hecho puritito resto de lo que antes hubo sido concreto. Dicen que huiste, que te esfumaste por ahí como se esfuma el polvo con el viento, o con la señora de Frizac si es que era ella tan valiente como tú lo fuiste. Otros más dicen que hasta cuasi dueño de ultramar pues con las aguas atiborradas de tiburones, llegaste hasta Europa para reunirte con tu señora en Francia. Seguro, seguro, mucha capital del amor. Pero todos elucubran sus historias con base en la añoranza que deseen para sus dichos. Cuánta atemporalidad vino luego. Algo hay de cierto, miremos, y aquella radionovela más longeva que la tiznada nos lo ha de comprobar, es que tu nombre-nombre de deveras, era Jesús Arraiga, y que tu hermana se llamaba Lupe, y que fuiste un cabro hecho y derecho a quien no se le paraba ni el viento. Y que fuiste quien fuiste por dicha justiciera y bandida con que alguien decidió cubrirte.
Digno personaje para los pobres, para los jodidos; piedra en el zapato para los pudientes dientedeoro. Que sea como fuere la maldita forma en que te hayas muerto o desaparecido o esfumado o escapado, aquí te quedas tú para uno, el que quiere ser justiciero, que aunque parido en mil historias, nos queda tu imborrable nombre y tus hazañas de bribón facineroso, dueño de tu tiempo, de los encierros que te duraban nada, y siendo síntoma perenne para los plutócratas. Y yo no sé ni por qué me acordé de ti, Roto, pero ahí te dejo ya descansar en paz después de tantos años, que yo sólo te recuerdo en letras, no me da el ingenio para escribirte películas ni libros repletos de mentiras. Aprendí de ti, puro bandidaje y escape, por justicia y por amor.