Siempre es maravilloso caminar por las calles del centro histórico de la Ciudad de México. Sin un destino fijo, se disfruta perderse en sus arterias atiborradas de sonidos, olores, personajes y edificios legendarios, en los que parece que el tiempo se ha detenido. Como alguna vez escribió el gran Carlos Fuentes, es fascinante saber que las calles y piedras que componen la arquitectura y el entorno urbano de la zona, son las mismas que muchas décadas antes vieron pasar a importantes actores y actrices de la vida histórica de la ciudad. Tocar una pared en la calle de Moneda, por ejemplo, equivale a realizar un viaje inquietante en el tiempo; pareciera que se pueden sentir las venas de la ciudad.
Durante toda mi vida, he sentido que de una u otra forma el centro de la ciudad me invita siempre a volver a sus calles. Incluso pensaría que nunca me he ido de ahí completamente. De niño, tengo recuerdos de mis primeras visitas al Cine Olimpia en la calle 16 de septiembre y de la pastelería La ideal, comprando galletas con mi madre. Algunos años más tarde, mientras estudiaba la universidad, caminé incontables veces cerca del Palacio de Bellas Artes sólo por el placer de verlo de cerca; gastaba horas escudriñando las librerías de la calle Donceles en busca de alguna joya literaria y esperaba que atardeciera para poder atravesar el barrio chino con sus nostálgicos faroles antes de regresar a casa. Años más tarde, era increíble caminar por la calle de Perú, pasar por la arena Coliseo de noche y entrar al sórdido Hotel Laredo, sólo para sentirme dentro de una película de Ripstein.
Hoy en día, puedo decir que me emociona ir del barrio de la Merced hasta la Plaza de Santo Domingo; caminar por el andador Regina hasta las calles de Colombia y el Carmen, para después regresar al Zócalo. Avanzar sobre Corregidora, dar vuelta en Correo Mayor (rodeando Palacio Nacional) y doblar en la calle de Soledad; girar a la derecha sobre la apenas visible calle Alhóndiga y descubrir de súbito que la inmensa cantidad de puestos ambulantes se han comido prácticamente todo el paisaje urbano. Sin embargo, con detenimiento encuentro al fondo de mi encuadre óptico la Iglesia de la Santísima Trinidad. Hago un ejercicio de memoria intenso y de repente llega la imagen. Se trata del primer plano con el que el director Jorge Fons arranca El callejón de los milagros (1994), ese enorme drama urbano al que siempre he considerado la gran película del centro histórico, en donde éste se convierte en un personaje más dentro del mosaico visual que la cinta propone.
28 años después y con varios cambios en el entorno (el callejón se convirtió en paso peatonal en 2009 y ahora aloja una interminable fila de puestos dedicados a productos de belleza), la calle Alhóndiga comprende el trayecto desde Soledad hasta Manzanares, atravesando Corregidora. El trazo urbano existe desde el siglo XVI, cuando se estableció ahí un gran almacén de granos, de ahí su nombre. Para el siglo XVIII, la ubicación fue utilizada por el Arzobispado como casa del diezmo y con el tiempo se transformó en la Plaza de la Alhóndiga, un bello sector empedrado que ha sobrevivido al paso de los años. La angosta calle está rodeada de comercios y vecindades, es ahí donde Jorge Fons decidió filmar gran parte de El callejón de los milagros en 1994, un año crucial para la historia del país.
El legendario productor Alfredo Ripstein, compró por medio de su productora Alameda Films los derechos para adaptar al cine dos obras del premio nobel egipcio Naguib Mahfuz: Principio y Fin (1949) y El callejón de los milagros (1947). La primera la terminaría adaptando en un soberbio guion Paz Alicia Garciadiego bajo la dirección de Arturo Ripstein en 1993, describiendo una historia cruda sobre una familia que se va despedazando ante la falsedad que desemboca un destino trágico.
Para El callejón de los milagros, la dirección sería para Jorge Fons, Vicente Leñero se encargó del guion, Carlos Marcovich de la fotografía, el mítico Carlos Savage del montaje, David Baksht en el sonido y la música original de Lucía Álvarez, mientras Daniel Birman Ripstein coordinaba toda la producción. Este auténtico dream team creativo se complementa con un cast irrepetible, fusionando la experiencia consagrada de leyendas histriónicas con un grupo de jóvenes que representaron en ese momento un hervidero de talento tremendo: María Rojo, Ernesto Gómez Cruz, Delia Casanova, Claudio Obregón y Margarita Sanz; Daniel Giménez Cacho, Bruno Bichir, Tiaré Scanda, Luis Felipe Tovar, Juan Manuel Bernal y una jovencísima Salma Hayek.
La película se filma en las calles del centro histórico entre mayo y junio de 1994, teniendo su estreno en la Cineteca Nacional en diciembre de ese mismo año, entrando todavía en aquella etapa fílmica que se dio en llamar “el nuevo cine mexicano”. Es por medio de una narrativa no lineal y la incursión de varias tramas con múltiples personajes, en donde El callejón de los milagros tiene los elementos que la vuelven trascendente, por mostrar una forma nueva de narrar un melodrama. Además, el guion de Vicente Leñero traslada la acción de la novela original sucedida en El Cairo en los años 40, al centro histórico de la capital mexicana en los 90, con toda la idiosincrasia y folclor que lo caracteriza. Se trata de una película coral que, en sus 140 minutos de duración, regresa 2 veces al punto de partida inicial para dar la sensación de que los acontecimientos suceden de forma paralela, afianzando todo para un epílogo en el que los personajes no pueden escapar de un final desesperanzador.
El callejón de los milagros se divide en 4 capítulos bien definidos: Rutilio, Alma, Susanita y El regreso. Dos son los temas principales que atraviesan toda la estructura de la película: la pérdida y el destino, aunque también hay lugar para el amor frustrado. Todos los personajes viven perdiendo constantemente: pierden cariño, libertad, dinero, tranquilidad, respeto, dignidad y en casos más complejos, pierden el amor y hasta la vida. Rutilio (Ernesto Gómez Cruz) es un patriarca gruñón y machista, dueño de la cantina “Los reyes antiguos”, punto de encuentro de muchos de los habitantes del callejón. Ahí se juega dominó, se dicen albures y los secretos se pasean entre las mesas. La sordidez de la cantina es presentada como un universo aparte, en donde las posibilidades que ofrece el alcohol y la oscuridad se multiplican.
Don Ru, como le dicen sus amigos, es un homosexual reprimido que después de un matrimonio de 30 años con Doña Eusebia (Delia Casanova), confiesa abiertamente haberse aburrido de las mujeres y estar en busca de “otras emociones”. Cansado hasta el hartazgo de la monótona vida conyugal y siempre molesto con su hijo Chava (Juan Manuel Bernal), Rutilio camina por las calles del centro hasta que encuentra a su objeto del deseo: Jimmy, un joven que trabaja en una tienda de ropa a quien decide seducir.
En la cantina, los clientes se dan cuenta de las tendencias homosexuales de Don Ru y hacen burlas al respecto, mientras la relación entre el viejo y el joven avanza. En una de las secuencias más impactantes de la película, Chava descubre a su padre con Jimmy dentro de unos baños de vapor y golpea al jovencito hasta dejarlo inconsciente. Por medio de dos planos fijos y una serie de cortes, la secuencia irradia una violenta angustia mientras se escuchan los golpes secos de la cabeza de Jimmy contra la pared. Rutilio llora desnudo junto al cuerpo de su amado mientras el agua de la regadera sigue corriendo, transformado un momento romántico en tragedia.
Alma (Salma Hayek), la bella muchacha habitante del callejón, es presentaba mientras se seca el pelo en una ventana detrás de un barandal enrejado. La simbólica imagen muestra a un personaje atrapado en un mundo del que desea escapar, mientras su inquietud sexual va en aumento. El peluquero Abel (Bruno Bichir) está enamorado de ella y comienzan una relación sincera que se ve interrumpida por las inesperadas acciones de Chava, quien le pide a su amigo Abel que lo acompañe a los Estados Unidos, mientras huye por la golpiza propinada a Jimmy. El peluquero le dice a Alma que para poder darle la vida que merece, debe irse para juntar dinero y volver para casarse con ella. Son ese tipo de momentos los que van definiendo a los personajes de El callejón de los milagros, decisiones que no tienen retorno y sí consecuencias inmediatas.
Alma promete esperar a Abel, pero sus aspiraciones sociales la comprometen casi enseguida con Don Fidel (Claudio Obregón), el rico y viudo dueño de una tienda de antigüedades que le pide matrimonio a Alma. Con la sombra de un destino trágico a cada paso acechando, Don Fidel muere de un infarto durante una partida de dominó y Alma queda a merced de José Luis (Daniel Giménez Cacho), el siniestro galán que acosa y seduce a la joven para finalmente convertirla en cortesana, dándole la oportunidad a Alma de llegar a ese mundo que aspira, a un precio muy alto.
Susanita (Margarita Sanz) es la dueña de la vecindad donde habitan los personajes de El callejón de los milagros, es una solterona en busca del amor que le pide a la mamá de Alma, Doña Cata (María Rojo), que le ayude a descifrar su destino por medio de la lectura del tarot. Las cartas le dicen a Susanita que pronto aparecerá un hombre en su vida, y las consecuencias del continuo cruce del destino de los protagonistas, provocan que tropiece literalmente con Güicho (Luis Felipe Tovar), el ayudante de Don Rutilio en la cantina “Los reyes antiguos”. La pareja se casa en una peculiar fiesta en el patio de la vecindad y el amor parece haber llegado por fin al corazón de Susanita. La celebración se ve interrumpida por la policía que entra para atrapar al Doctor Beltrán (Álvaro Carcaño) y Zacarías (Abel Woolrich), dos personajes secundarios delincuentes y cundidos de corrupción que acompañan las líneas narrativas principales.
El cuarto y último capítulo, El regreso, condensa las tres historias algunos años después, en donde se revelan varios cambios dentro del callejón: la peluquería donde trabajaba Abel está cerrada, lo mismo que la tienda de antigüedades de Don Fidel y se menciona que Alma ha desaparecido. Chava regresa de Estados Unidos con una nueva esposa y un bebé, quienes son recibidos con emoción por los habitantes de la vecindad, menos por Don Rutilio, quien al principio los desprecia, pero poco a poco se rinde ante su nieto, teniendo quizá el desenlace menos trágico.
Lo que parecía ser una idílica historia de amor para Susanita, se convierte en desdicha cuando descubre que Güicho resulta ser un tipo falso que roba en la cantina y también le roba a ella, pues al ser la dueña de toda la propiedad donde está la vecindad, Susanita es una de las personas con más posibilidades económicas del callejón. Devastada, la triste mujer corre de su casa al impostor, en un crudo plano general que conjunta llanto, arrepentimiento y billetes tirados en la alfombra polvosa, como reflejo de la falsedad de la naturaleza humana y la ambición que todo lo corrompe.
Abel regresa a El callejón de los milagros algunas semanas después que su amigo Chava con una estruendosa serenata para Alma, pero Doña Cata le informa que la joven está desaparecida. Después de intercambiar las experiencias vividas en el frustrado sueño americano, Chava le informa a Abel que su amada está trabajando como prostituta en un burdel de alto nivel en otra zona de la ciudad. En una de las pocas secuencias que suceden fuera del callejón y del centro histórico, los dos amigos acuden a la opulenta casa de citas donde descubren a Alma entre los cuerpos y las sombras del barroco decorado. Desecho, Abel encara a Alma y se da cuenta que la mujer de la que se había enamorado se ha ido para siempre. José Luis, quien no repara en presumirse como el “dueño” de Alma, corre del lugar a Abel y Chava entre empujones y amenazas. Sin nada ya que perder, Abel regresa noches después para intentar asesinar a José Luis con la misma navaja con la que estaba trabajando en su peluquería el día que abordó a Alma por primera vez, sin embargo, Abel es apuñalado varias veces por un enervado José Luis. La última secuencia de la película muestra a Alma y Abel tropezando por una desconocida calle oscura, lejos de la seguridad y esperanza que representaba su barrio. El joven muere en los brazos de Alma, mientras ella lo arrulla.
En El callejón de los milagros, la estrecha calle por donde deambulan los personajes funciona como un microcosmos de la sociedad mexicana, con sus valores, costumbres, contradicciones e intercambios sociales tan característicos. El centro histórico es quizá el personaje principal de la cinta, porque es dentro de sus entrañas en dónde el drama revienta para las tres historias principales que se presentan y para las muchas líneas argumentales secundarias que se entrelazan en una narrativa en red. En los cuentos cinematográficos que representan los tres primeros capítulos, los personajes principales se vuelven secundarios en las otras historias, enriqueciendo la estructura. Varios acontecimientos narrados dentro de la película se repiten, pero desde diferentes puntos de vista, lo que convierte al espectador en una especia de cómplice en las decisiones y acciones de Rutilio, Alma y Susanita.
En ese callejón enterrado en pleno centro del país, está la vecindad en donde los actos de un personaje afectan al otro, uniendo sus destinos. El entorno se complementa con los demás escenarios: la cantina de Don Ru, la peluquería de Abel, la librería de Ubaldo “el poeta” (Óscar Yoldi), la tienda de antigüedades de Don Fidel y la carnicería de Doña Flor (Gina Morett) y Macario (Eduardo Borja), un peculiar matrimonio que de diferentes formas se hace presente en las historias principales. Todo funciona como una amalgama cultural que refleja el comportamiento de la sociedad mexicana popular desde sus raíces mismas. Ahí, el amor se vuelve moneda de cambio: Alma venderá su amor en un burdel, pero Doña Cata ya había pensado en “venderla” a Don Fidel; Rutilio “compra” con regalos el amor de Jimmy mientras desprecia los detalles de su esposa, y Güicho decide “amar” a Susanita sólo para tener acceso a su dinero.
Casi todas las acciones suceden dentro del centro histórico, sólo alejándose en tres ocasiones (el hipódromo, el restaurante elegante y la mansión/burdel), para resaltar el choque de Alma ante un mundo externo lleno de lujo al que no pertenece, pero aspira llegar. La película presume en secuencias bellamente filmadas algunas locaciones más reconocibles que otras, como las calles Madero y Alhóndiga que ahora son peatonales, pero en 1994 todavía se inundaban de carros; las azoteas, los lavaderos, las fondas, las tiendas de vestidos de novia en República de Chile y la Plaza de Santo Domingo o los sórdidos baños de vapor de la calle Venezuela; todos representan lugares comunes de un centro histórico que sólo puede conocerse al caminarlo y perderse alguna vez entre sus calles.
Hay dos momentos que suceden en el patio de la vecindad que reúnen a varios personajes, aunque en situaciones dramáticas muy distintas: el funeral de Don Fidel y la boda de Susanita con Güicho. El centro de la vivienda se vuelve el lugar donde los habitantes pueden llorar y reír por igual; la oscuridad y el silencio del funeral (donde Alma finalmente caerá en el anzuelo de José Luis), contrasta con la luz y la música de la boda, en un sistema social en el que los personajes están conectados de muchas más formas de las que ellos piensan.
Son amores frustrados que conducen a la tragedia, mientras se sortea una pérdida constante y un destino desolador, las herramientas del melodrama: Rutilio aborda a Jimmy en la esquina de Pino Suárez con Corregidora, muy cerca del Zócalo y lo invita a su cantina en El callejón de los milagros, siendo el principio de una relación que para Don Ru representa felicidad y emoción. Cuando Alma decide finalmente salir con José Luis y subir a su carro, un payasito de la calle le muestra a la joven una paloma, el símbolo de la pureza y la libertad que Alma comienza a perder desde ese momento. En la historia de Susanita, cuando Güicho la lleva a la cantina “Los reyes antiguos” para conquistarla, ella viste de color amarillo, que refleja alegría e intenciones sinceras de enamorarse, mientras que Güicho siempre está rodeado de sombras que remarcan su hipocresía y falsedad.
El director Jorge Fons venía de dirigir esa belleza claustrofóbica que es Rojo Amanecer (1989) y de grabar algunas telenovelas a principios de los años 90. Cuando El callejón de los milagros llega a sus manos, Vicente Leñero le propone hacer una adaptación diferente, con una estructura de historias paralelas que se convierte en una influencia importante dentro del cine mexicano. En la novela de Naguib Mahfuz, que tiene un narrador omnisciente, la historia se divide en capítulos centrados en varios personajes que avanza de forma lineal, sin saltos en el tiempo. De contenido realista, el libro describe de forma muy precisa el entorno y los estados psicológicos de los personajes, quienes deambulan dentro de la clase popular de un El Cairo que va saliendo de los estragos de la segunda guerra mundial. Con apenas algunos ligeros cambios en su trama, El callejón de los milagros de Fons adapta la esencia de la novela del nobel egipcio: el conflicto entre tradición y modernidad, con sueños y amores imposibles de alcanzar que se desgajan ante un destino incontrolable.
Esta sería la penúltima película que editaría Carlos Savage, el incansable editor mexicano colaborador habitual de Luis Buñuel en cintas como Los olvidados (1950), El (1953), Nazarín (1959) y El ángel exterminador (1962); también trabajó con Arturo Ripstein en Tiempo de morir (1966) y El Imperio de la fortuna (1986) y con Roberto Gavaldón en La barraca (1945) entre muchas otras películas clave de la cinematografía nacional. La edición clásica, suave y al mismo tiempo intensa de Savage, remite en varios momentos a la época de oro, con sus cortes abruptos a negros en los momentos dramáticos de la narrativa visual, donde se realza el uso de un lenguaje cinematográfico directo, que se ayuda de una fotografía y una mezcla de sonido impecables.
Multipremiada en México y en el extranjero, con 11 Premios Ariel entre los que destacan mejor película, mejor dirección, mejor diseño de vestuario, mejor edición y mejor guion, El callejón de los milagros consiguió además el premio Goya como mejor película extranjera de habla hispana y se alzó con triunfos en los festivales de Chicago y Berlín. Actualmente, se mantiene en el lugar 18 de las 100 mejores películas del cine mexicano, según la opinión especializada de críticos en México.
Además, se puede afirmar que es una película que no ha envejecido lo suficiente en 28 años; su trama y los personajes, se mantienen vigentes en un contexto de constantes y rápidos cambios sociales. Su visión de un Estado ausente y corrupto, del amor frustrado y de la pérdida constante como una carga emocional, se muestra fresca y amenazante, en una realidad cíclica que no cambiará y en donde los personajes no pueden escapar a su destino, producto de las decisiones que toman.
Dos de esos 11 premios Ariel que ganó El callejón de los milagros, fueron para la compositora mexicana Lucía Álvarez: mejor score original y mejor tema o canción musical original por Antojos, que es justamente con la que cierra y abre la película, una melodía triste y melancólica que también recuerda a la época de oro y que remarca el discurso cíclico de la historia. Algo relevante es que toda la música de la película es original, tanto la banda sonora como las canciones que se escuchan en el mundo diegético del filme, lo que le permitió a la compositora experimentar con varios géneros muy distintos entre sí. La desesperanza que desde el inicio se establece en la película por medio de la música y las imágenes, va en aumento en la misma medida que los protagonistas se asoman a un abismo emocional y psicológico.
En el guion original de Vicente Leñero, que se publicó algunos años después de la producción de El callejón de los milagros, la acción termina con la misma partida de dominó que se ha visto 3 veces para el despegue de cada historia, cerrando un círculo desesperanzador que indica que no puede haber cambios en una estructura social tan arraigada en sus costumbres y tradiciones. El final escogido por Jorge Fons, con Abel muerto en los brazos de Alma en medio de la voracidad de la noche, indica que el director optó por un melodrama más intenso, aunque el pesimismo sigue presente.
Por los temas que presenta y la forma de narrarlos, pareciera que El callejón de los milagros deconstruye el melodrama clásico del cine mexicano para reinventarlo y terminar influyendo en películas tan disímiles como Amores perros (2000), Corazones rotos (2001), Ciudades oscuras (2002) y Drama/Mex (2006). El Centro Histórico nunca volvería a lucir tan hermoso y entrañable en una pantalla de cine; una parte de la ciudad que ha cambiado para siempre, debido a la turbulencia urbana de la que ahora es conocida como la CDMX. El director de cine estadounidense John Waters, dice que la riqueza no se trata de cuánto dinero o cuántas casas tienes; se trata de la libertad de entrar en una librería para comprar el libro que quieras, sin mirar el precio. Yo añadiría que la riqueza es también tener el tiempo necesario para gastar un día completo caminando entre las calles que uno más ama. Mientras el organillero suena nostálgico, avanzo del Eje Central sobre Vizcaínas y Mesones, entre las sombras de Buñuel y Frida, el Aura de Carlos Fuentes y los sollozos de Rutilio, Alma y Susanita.