“El melodrama del cine mexicano es nuestra leche materna” es una frase que se le atribuye a Carlos Fuentes, un escritor cosmopolita, pero nunca camp. Esa frase, aparentemente sencilla, encierra toda una teoría estética no declarada: México es el país donde lo camp no fue una elección, sino un destino. Mientras Susan Sontag analizaba el fenómeno desde la óptica de la cultura europea y norteamericana en sus Notes on Camp (1964), al otro lado del Río Bravo ya existía toda una tradición que convertía el exceso en lenguaje natural, el melodrama en gramática cotidiana.
Hoy, en 2025, cuando el concepto ha sido cooptado por algoritmos y estrategias de marketing, vale la pena preguntarse: ¿qué sobrevive del verdadero camp en esta era de aesthetics digitales? Y más importante aún: ¿por qué México sigue siendo su santuario involuntario?
Pedro Pascal aparece en la alfombra roja de los Critics Choice Awards con un traje rosa chicle de Bottega Veneta, bigote sublime y una sonrisa que delata placer auténtico. No es una pose calculada, no hay ironía protectora: es pura devoción por el juego de la extravagancia. Ahí reside la esencia de lo camp en el siglo XXI: en ese punto exacto donde la solemnidad se encuentra con lo ridículo, pero sin mediación del sarcasmo. Pascal, actor chileno formado en la tradición latinoamericana, parece entender instintivamente lo que muchos creadores contemporáneos olvidan: el camp verdadero nunca se mira al espejo para comprobar si sigue siendo cool.
México, sin embargo, lleva décadas perfeccionando este arte de la autenticidad exagerada. Basta pensar en Juan Gabriel durante su concierto en Bellas Artes en 1990: aquella chaqueta de chaquiras y canutillos que reflejaba las luces del recinto, aquellos ademanes operísticos al cantar “Querida”, aquella manera de convertir el dolor amoroso en espectáculo barroco. Todo era excesivo, nada era falso. O en las telenovelas de Thalía en los noventa, donde los guiones convertían a huérfanas analfabetas en herederas de imperios, con primeros planos de lágrimas que nunca empañaban el rímel. Estos productos no pretendían ser camp; sencillamente eran, con una convicción que los volvía conmovedores.
Fuentes tenía razón: el melodrama es nuestra leche materna. Pero habría que añadir que esa leche estaba adulterada con lentejuelas y tecnicolor. El cine de oro mexicano —con sus charros de voz engolada y sus divas de mirada fulminante— operaba bajo una lógica donde lo emotivo y lo ridículo eran dos caras de la misma moneda. Pedro Infante llorando ante una tumba mientras su sombrero brillaba bajo el sol de los estudios Churubusco; María Félix declarando “Yo no soy monedita de oro para caerle bien a todos” con un vestido que pesaba más que su orgullo. Estos momentos no buscaban la complicidad intelectual del espectador: le hablaban directamente al estómago, a las entrañas.
Hoy, sin embargo, asistimos a un fenómeno distinto: la industrialización del camp. Artistas como Bad Bunny o Rosalía adoptan poses camp desde una lógica calculada, donde la exageración viene con guiño incluido. No es lo mismo.
Como escribió Sontag, el camp “es una mujer con un vestido hecho de tres millones de plumas no porque sea glamuroso, sino porque es hermoso”. El problema del camp contemporáneo es que las plumas vienen con factura y campaña en Instagram.
La música disco, las películas de John Travolta, algunos poemas de Sylvia Plath, el Modernismo en Barcelona: todos estos fenómenos compartían esa cualidad de ser más sin pedir disculpas. Hoy, en cambio, lo que domina es el aesthetic: versiones diluidas, empaquetadas para consumo rápido. TikTok convierte el camp en cores (cottagecore, barbiecore), como si una sensibilidad pudiera reducirse a una paleta de colores. Spotify crea playlists de “Camp Anthems” que mezclan a Donna Summer con Dua Lipa, sin entender que lo que hizo a la primera camp no fue el tempo, sino la desesperación hecha ritmo.
¿Qué queda entonces del verdadero camp? Sobrevive en los márgenes, en los detalles que resisten la lógica del contenido. En el Gansito Marinela, en las portadas de La Prensa y ¡Alarma!, donde el crimen se narraba con tipografías neon y mujeres en peligro. En Daniela Romo cantando “De mí enamórate” , obviamente de Juan Gabriel, con una intensidad que convertía el amor en ópera.
El camp auténtico siempre será territorio de lo involuntario. Por eso México, con su tradición de melodramas, telenovelas y cantantes que murieron por amor (literal o metafóricamente), sigue siendo su capital no declarada. Como dijo Monsiváis: “El kitsch mexicano es tan honesto que duele”. Y en esa honestidad radica su grandeza. Mientras el mundo intenta fabricar camp desde la ironía, aquí sigue fluyendo, como la leche materna, sin necesidad de justificarse.
Lo que es camp (y lo celebra):
- Las películas de Pedro Infante donde el charro llora con el sombrero puesto
- Las portadas de los discos de Juan Gabriel, especialmente “Recuerdos II” (1984)
- Daniela Romo y Kate Bush as themselves
- Las telenovelas de los 90 donde la villana tenía acento argentino “por elegancia”
- La música disco en su era dorada (1977-1980), antes de que se volviera nostalgia
- Los poemas de Sylvia Plath cuando confundían dolor personal con mitología griega
- “Showgirls” de Paul Verhoeven, especialmente el acting de Elizabeth Berkley
- Las coreografías de Luis Miguel en los 80 y 90, donde el pop encontraba al ballet clásico
- Beverly Hills, 90210 (hasta la salida de Shannen Doherty como Brenda Walsh)
- El art déco en su versión mexicana (ej. El Monumento a la Revolución)
- El disco Mamacita del Mayab de Margie Bermejo, donde el kitsch alcanzaba categoría de arte sacro
- Las novelas de Nacho Padilla
- Los Tigres del Norte
- Carrie White
- Los dos Alfonsos: Dosal y Herrera
- Ratatouille
- Los Picapiedra y las primeras 12 temporadas de Los Simpson (dobladas al español latino)
- Lana del Rey
- Pedro Pascal en cualquier forma, siempre y cuando use bigote.
Lo que pretende ser camp (y falla):
- Cualquier reggaetón que use “ironía” como excusa para malas producciones
- Las películas de Quentin Tarantino posteriores a “Kill Bill” (demasiado autoconscientes)
- Los hipsters de la colonia Condesa que coleccionan vinilos “por el aesthetic”
- Rosalía. ¡Chica queee diiiceeeeessss!
- Will Smith
- José José después de 1990.
- La Banda el Recodo
- Bad Bunny (más en su faceta de movie star)
- Gloria Trevi en cualquiera de sus formas y acepciones.
- El Multiverso Marvel
- Altagracia Gómez
- Anahí
- Las novelas de Jorge Volpi (excepto No será la tierra)
- El Palacio de Hierro y sus campañas
- Carrie Bradshaw
- The Weeknd
El camp, al final, sigue siendo lo que era: un guiño cósmico a la seriedad del arte. Y México, sin proponérselo, sigue siendo su mejor alumno.