Supo que la infancia se terminó cuando no pudo salir a jugar al asfalto como cada tarde. Ahí estaban el balón, y sobre todo, los otros niños, pero él ya no podía.
Sigue sin saber la causa.
La primera hipótesis habla de su madre y de su padre con un contundente “no”, pronunciado como “porque yo lo digo”.
La segunda, de una realidad enferma transmitida por televisión que esta vez sí se parece a la suya; ya perdió la cuenta de los reportajes de las calles vacías. Lo ponen casi tan triste como quedarse hasta el final en el estadio, o en la calle porque uno o a uno van llamando a sus amigos, solo con el balón desgastado, igual que su infancia, que él ya insiste en no llamar infancia.
Luego vino la presión por las calificaciones. Es que la escuela era muy cara, y, “¿cómo no vas a sacar ’10’ si estamos haciendo tanto esfuerzo? Es que es la única forma en la que tienes oportunidad de salir de jodido, ¡aprovéchala!”.
Hoy el único ’10’ que añora más que el de la maldita química es el de la playera que se ponía los viernes, cuando también dejaban salir a jugar a todos los niños. Hoy este niño ha descubierto la nostalgia.
Esa parte de la vida también se acaba cuando el árbitro pita el final de un partido que casi se gana.
Ya no sabe qué le duele más, si no salir a jugar, ver la ’10’ colgada mientras ve el ‘8’ posteado, la sensación de derrota después del gol al ángulo que vio por televisión, la frustración de ver a su ídolo tirado después de lanzarse por un balón que ni rozó… o todas esas cosas juntas.
Hoy ha descubierto que la mierda también sangra, y todavía falta que le salgan las costras.