Estaba escondido debajo de la cama con las manos cubriéndose la cara, el cuerpo rígido y las piernas imposibilitadas, atadas al miedo que lo iba recorriendo.
¡Los monstruos no existen!, se repetía todo el tiempo.
Su vida se detenía cuando la llave pasaba por la cerradura y se abría la puerta principal. Escuchaba atentamente las pisadas sólidas de su padrastro y cómo, poco a poco, se iban acercando. Cada paso acortaba la distancia entre el pasillo y su cuarto.
Sabía que lo encontraría, siempre lo encontraba. Soñaba con no adivinar lo que sucedería, pero al final terminaba por cerrar los ojos hasta quedarse solo.
Después, salía corriendo al jardín y subía al columpio. Pasaba horas ahí, elevándose al máximo, imaginando que podía volar, que algún día podría huir de aquel lugar.
Estar en el aire era lo único que lo hacía sentir libre de aquel maldito abismo.
Hasta que llegaba su mamá. Quería correr a sus brazos y contarle todo lo que estaba pasando pero, al mismo tiempo, no quería bajar, no quería volver a bajar.
Su mamá siempre le insistía en que entrara a la casa y él se rehusaba.
Ella le aseguraba que no había ningún monstruo en su habitación, pero él siempre le respondía: Mamá, el monstruo está en toda la casa. ¡Sácalo por favooor!
Su mamá siempre creyó que se trataba de un juego de niños, y así pasaron los días y los años, hasta que un día por fin encontró al repugnante monstruo atacando a su hijo.
No podía creerlo.
Se supone que los monstruos no existen…