Ya sea por la versión que nos ofreció Walt Disney (1950) basada principalmente en el cuento escrito por Perrault e incluyendo algunos matices propios de la historia de los Hermanos Grimm, o por cualquiera de sus otras adaptaciones. Todas sabemos los hitos que componen la trama: una mujer que fue feliz ya no lo es y comienza una vida protagonizada por un sinfín de vejaciones y humillaciones por parte del entorno. Se le presenta una oportunidad que ofrece un poco de luz entre tanta oscuridad y, para poder valerse de ella, recibe una ayuda externa con la que no contaba al principio. La ayuda viene caracterizada por una transformación. Tras este cambio –normalmente de la apariencia física– se produce un enamoramiento fugaz pero intenso que deja un recuerdo, una pista. El enamorado sigue los pasos necesarios en su búsqueda y finalmente encuentra a Cenicienta, recompensando la inocencia y bondad de la mujer con un reconocimiento social.
Esta historia nos enseña, entre otros mitos, que existe un premio por el sufrimiento –un valor ligado a la religión cristiana y muy vinculado a la concepción del amor romántico– y es este: el reconocimiento; que, por fin, alguien nos vea.
Podríamos hablar durante horas de todo lo que este aparentemente sencillo cuento ha ido transmitiendo en sus diversas variaciones, generación a generación: mitos del amor romántico, clasismo, machismo, asunción de pobreza-soledad y riqueza económica-amor… Pero hoy, más que centrarnos en lo que enseña, me gustaría que reflexionáramos sobre lo que refleja, pues, qué son las narraciones sino una manera más de expresar lo que vemos.
A partir de esto, me pregunto: ¿qué pasa cuando narramos la historia desde una perspectiva más cercana a nuestros días?, ¿quién es la cenicienta de nuestros tiempos? No es descabellado pensar que sería una mujer sin recursos económicos ni redes de apoyo en un ambiente hostil y desprotegida socialmente. Una prostituta (como ya nos ha presentado el cine en diferentes adaptaciones del cuento), una mujer migrante o perteneciente a una minoría; cualquier mujer, en realidad, que esté abandonada a su suerte –huérfana de una sociedad que le ha dado la espalda– y que, sin embargo, todavía alberga bondad en su interior, junto con la ilusión y el deseo de alcanzar una vida mejor. Pero, si somos realistas, esa vida no llega a manos de un príncipe azul que la salva y la lleva a un lugar seguro. El amor de él no es redentor ni todopoderoso. Es “El Hombre”, en mayúsculas, quien la consume como el producto, quien paga por ella y establece su valor. La cenicienta sólo podrá dejar de serlo si la madrastra, hermanastras y quienes permitieron los abusos –en este caso, de nuevo, estos personajes los encarnaría la propia sociedad– son quienes proporcionan ese amor.
En definitiva, la Cenicienta moderna no quiere príncipes que la rescaten, sino sociedades que la respeten. Un mundo donde no tenga que prostituirse ni mendigar ni ser invisibilizada, humillada y maltratada por el simple hecho de ser mujer. El ascenso social, el reconocimiento como persona con valor, sólo puede venir de la mano de la sociedad. No todas somos Cenicienta, pero cada persona que compone este mundo somos parte de la solución para que, las que son, dejen de serlo.