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Esperar

Cruz Azul juega la Final. Corrijo, otra Final. Así, con mayúscula. He vivido cinco… Todas perdidas. Nunca dejé de creer en que merecía, por fin, ganar. Supe esperar. La gente supo esperar. Ya no queremos esperar. Estamos hasta la madre de esperar.

Escribo esto con dos ginebras encima, porque solamente así. De un tiempo a esta parte, solamente así. Cruz Azul juega la Final. Corrijo, otra Final. Así, con mayúscula. He vivido cinco: Santos, Toluca, Monterrey, América y América. Todas perdidas. Nunca dejé de creer en que merecía, por fin, ganar. Lloré con Toluca, porque ahí sí merecí ganar. Hablo de mí porque, quitándome de encima esa carcasa lógica de una vez, yo soy ellos. Yo soy aquel que se ponga el escudo en el pecho. Yo fui ellos cuando torcí la tradición familiar puma y me adherí a otra causa, sabiendo que ello implicaba una catarata de encuentros futbolísticos, verbales y emocionales con mi papá. Fui ellos cuando saqué el celular en Santa Martha, Colombia, en abril de 2018, y regué tres lágrimas: eran las siete de la noche, el Estadio Azul era historia y yo había huido de la histérica despedida. Fui ellos cuando salí corriendo de mi casa tras el cabezazo de Moisés, en 2013; me hice ovillo en el diván (qué escena) del consultorio de mi papá, psicoanalista; no vi el tiempo extra, volví a los penales: no tenía cuerpo. Fui ellos, también, todas las veces que imaginé un campeonato del Cruz Azul y me eché a llorar, entre los ocho y nueve años; no imaginaba el gol, ni el rival, ni el marcador, ni el anotador, solamente el concepto de campeón. No sé qué pensar ahora, no sé qué escribir. Cruz Azul es mi vida: no lo digo como lugar común cursi cuyo objetivo es acudir al enunciado fácil para atiborrar de significados algo tan banal como un partido de fútbol, sino que comprendo mi infancia como una época regida por el Chelito Delgado; mi pubertad y adolescencia marcada por el tesón del Chaco Giménez y esta época de adultez, lejos de casa, adoptando un nuevo barrio, lo concibo marcado por el Jesús Corona que, como yo, en el fondo, se niega a crecer y se niega a irse. Mi vida fluye cronológicamente al lado del Cruz Azul, con intersticios, cada quince días, a las cinco de la tarde, en el Estadio Azul. Aquello se fue, porque todo se va. Todo se rompe. El Azteca fue una suerte de despertar del sueño: salir de casa y encontrar que el mundo es duro, recio, difícil. Un Estadio tan monstruoso como el mundo que me vino encima. No todo en la vida es fácil: no todo son asistencias del Chelito y goles del Kikín. Ahora podemos ser campeones, sin embargo. No lo hemos sido jamás. No me he sentido campeón jamás. He reído, he llorado, he sufrido, me he mudado, he volado, me he enamorado, me he desenamorado, me he vuelto a enamorar, me he ilusionado, me he emborrachado, he caído, me he levantado, he visto a las mejores mentes de mi generación errar goles bajo el arco, pero no he sido campeón. Nunca he sido campeón. Ahora podemos ser campeones, sin embargo. No conseguí boletos para el partido de vuelta: lo veré con mis papás, actores protagonistas de esa vida cruzazulina, en la misma televisión desde la cual mastiqué cada tragedia. La vida es, de pronto, cíclica. Tiene sentido. Frente a esa televisión entendí lo que era un subcampeonato (sin saber que me matricularía, luego, en el tema), lloré derrotas, me aferré con uñas a ventajas efímeras (un sillón llevaba marcas, no miento) y supe esperar. Supe esperar. La gente supo esperar. Supimos esperar. Estamos cansados de esperar. Ya no queremos esperar. Estamos hasta la madre de esperar.

Puede que, quizá, en una de esas, llegue Godot.

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