Extremadura, dividida políticamente en dos provincias, Cáceres y Badajoz, es bañada por las aguas de los emblemáticos ríos Tajo y Guadiana. Sus míticas dehesas fungen de transición entre los campos de la meseta castellana y los del Portugal alentejano. Entre sus encinos y olivos, se han urdido por milenios las suertes de múltiples imperios. Sus amuralladas ciudades y sus encantadores y recónditos pueblos son cuna de hombres y mujeres que han dado la vuelta al mundo y se han traído al mundo de vuelta, siguiendo siempre libres y adelante, como versa el poema de Cernuda. Los extremeños son peregrinos por naturaleza, migrantes del tiempo y de la historia y Extremadura es la tierra donde se encuentran y a la vez se desdibujan todas las fronteras. Al pasar unas semanas disfrutando del frío, pero dulce otoño extremeño logré vislumbrar un poquino, como se dice en estremeñu, de la seductora magia de aquellos derroteros, que no se desvela ante cualquier ojo, por más avizor que éste sea. Hay que saberla mirar, a Extremadura, para que te mire de vuelta.
Los conquistadores
Las calles, plazas y parques que llevan el nombre de Hernán Cortés en Badajoz, Mérida y Plasencia, los palacetes de los Moctezuma en Ciudad Rodrigo y en Cáceres, la virgen morena del Monasterio de Guadalupe, el Trujillo que rinde honor a Pizarro, los fértiles campos de pimentón en el Valle de la Vera y la Ruta de la Plata. Cada rincón de Extremadura remite, de cierta forma, a los 1500’s, al imperio ostentado por Carlos V de Alemania, I de España, a lo que heredó de los Reyes Católicos y a lo que legó a Felipe II. A las carabelas, a América, a los grandes viajes de descubrimiento, pero también a los viajes de retorno desde aquella orilla del Atlántico, cargados de riquezas, de historias, de colores, de sabores y de acentos. Travesías que cambiaron sin duda la faz del Nuevo Continente, pero que también hicieron lo propio con el Viejo. Y todo ello, de alguna u otra forma, pasando, siempre, de ida o de vuelta, por Extremadura. La tierra de origen y de destino, la tierra del eterno tránsito.
En la exhibición Tornaviaje, arte iberoamericano en España, inaugurada a principios del mes de octubre en el madrileño Museo del Prado, se muestran docenas de piezas entre óleos, retablos, joyas, arcones y biombos, concebidos en América y creados por manos americanas, cobrizas, blancas y negras. La primera retrospectiva de esta naturaleza en la catedral museística de la antigua metrópoli que en boca de su equipo curatorial “cuenta una realidad poco conocida”, que entre los siglos XVI y XIX “el tráfico de obras de arte entre ambos lados del Atlántico no fue sólo unidireccional, de España a América, como suele señalarse”. Miles de objetos debidos a artífices indígenas y mestizos con materiales, temas y técnicas hasta entonces desconocidas en la península, llegaron para enriquecer, ensanchar e impulsar el arte de los reinos de Castilla y de Aragón, en particular, y del Viejo Continente, en general. Pero con ellos llegaron el jitomate y las papas, el maíz y el cacao, un español ampliado y embellecido con múltiples americanismos. La gloria para el barroco hispánico, a través del plateresco y la sapiencia y arte arquitectónica de los pueblos originarios americanos. Además, desembarcó también nueva sangre y otra carga genética, que transformó, para siempre, el rostro de la que sería España y de quienes entonces y ahora la habitan.
Los conquistadores que fueron conquistados. Un descubrimiento que en Extremadura adquiere un sentido como no lo tiene quizá en ningún otro lado de esta orilla de la Mar Océano. Visitar el pequeño pueblo de Medellín, con su castillo derruido, y dar cuenta del origen de Hernán Cortés, es, de alguna manera, visitar también México. Recorrer los callejones y la plaza central de la ciudad de Trujillo es recorrer al mismo tiempo el centro de Cuzco y el de Lima. La serranía que lleva a Guadalupe en Cáceres es otro camino al Tepeyac.
La tierra sin pan
En el documental Las Hurdes, tierra sin pan, el genio fílmico de Luis Buñuel, siempre bajo una óptica surrealista, como no podría ser de otra forma, retrató la vida en la comarca de Las Hurdes, una de las más remotas de Extremadura y una de las más incomprendidas, mitificadas y vilipendiadas dentro y fuera de España. A lo largo de los treinta minutos de duración de la película rodada entre 1932 y 1933 en los veintidós pueblos que se reparten entre aquellas montañas con aire impenetrable vestidas de pinos, Buñuel muestra la fiesta veraniega en la que los jóvenes casaderos de la localidad de La Alberca arrancan la cabeza a gallos colgados de las patas en la plaza de la iglesia local, cuevas con aires embrujados que parecen recién deshabitadas, niños descalzos y con el cabello hecho una maraña que presuntamente no conocen el pan (de ahí el título de la pieza).
En voz de Paco Rabal, en el documental buñueliano se describe a Las Hurdes a través de adjetivos y sustantivos tan estridentes como “medieval”, “salvaje”, “aislado del mundo”, “feudal”, “civilización casi paleolítica”. Objeto de estudio hasta la fecha, la película de Buñuel construyó una narrativa en torno a Las Hurdes como una región alejada, sinónimo de pobreza, retraso e incultura. Una imagen que tristemente sumó a la visión de Extremadura, desde Madrid y el resto del país, como un lugar alejado de la mano de Dios.
En pleno siglo XXI, el desconocimiento sobre Extremadura, sus pueblos y su gente, sigue estando a la orden del día en el resto de España, cuyo desinterés y desidia se traducen incluso en decisiones de política pública. Extremadura es la Comunidad Autónoma peor comunicada de todo el país. Desde el aeropuerto de Badajoz, el único de todo el territorio habilitado para vuelos comerciales, sólo hay dos vuelos al día, uno por la mañana con destino a Barcelona y otro a Madrid, por la tarde, y eso dependiendo de la temporada del año, en ocasiones sólo hay un vuelo diario. Por si eso no bastara, Extremadura no cuenta con una sola línea de tren de alta velocidad, a diferencia del resto de las regiones del país, con lo cual el recorrido desde Mérida, Badajoz, Plasencia o Cáceres a Madrid por vía férrea puede tomar muchas horas, cuando tendría que poderse hacer en un par. Esta lejanía en la que el resto de España enmarca a Extremadura ha hecho del extremeño alguien doblemente orgulloso de su raíz, pero también alguien sumamente vulnerable, proclive a la migración, víctima del olvido y de las corruptelas políticas, regionales o nacionales, indefenso ante la erosión de su patrimonio cultural, material e inmaterial.
Estremeñu
“No creo que haya un arquetipo, más que definir al extremeño a mí me gusta hablar de lo que enfrenta. El extremeño enfrenta la incertidumbre, un presente y quizá un futuro alejado de su familia. Enfrenta el no poder ver a sus hijos o a sus nietos crecer. Por algo dice el dicho, nacer en Cáceres y morir en cualquier lado. La migración a la que se enfrenta el extremeño como parte de su vida no ha cambiado desde el siglo XVI hasta nuestros días”, explica el poeta, traductor y divulgador extremeño Aníbal Martín, nacido en Cáceres, pero afincado en Barcelona.
Y es que Extremadura es, en muchos sentidos e incluso hasta nuestros días, sinónimo de migrar. Durante la sesión inaugural del IV Congreso de periodismo de migraciones en Mérida, efectuado a inicios de noviembre de manera conjunta por la organización Por Causa, enfocada al estudio y divulgación del fenómeno migratorio desde la academia y desde el periodismo, y por la Agencia Extremeña de Cooperación Internacional para el Desarrollo, José Ángel Calle, titular de esta última, afirmó que “las migraciones son un hecho natural”. Y en ningún lugar son y han sido tan naturales como en esta región fronteriza de la España peninsular.
Entre los años cincuenta y los años sesenta, en los duros años de la posguerra civil y durante el represivo régimen dictatorial de Francisco Franco, Extremadura perdió al 50 por ciento de su población en manos de la migración. Familias, ciudades y pueblos quedaron de pronto partidos por en medio, cuando su otra mitad se vio obligada a migrar a otras partes de España, de Europa o del mundo. Hoy, los descendientes de aquellos que migraron viven en Extremadura, pero se han convertido en algún momento de su vida también en migrantes. Como todos de cierta forma lo somos. Esta naturaleza móvil, fluctuante, que caracteriza a los extremeños es característica de una tierra que ha crecido entre fronteras sin dejarse vencer por ninguna de ellas. Una tierra en la que las fronteras no están hechas para limitar sino para ser vencidas. La Extremadura que fungió de límite entre la Hispania romana y los asentamientos íberos, entre los reinos asturleoneses y el Califato de Córdoba, entre Castilla y Portugal, entre Europa y América, es la Extremadura que salió al mundo y lo trajo de vuelta consigo. La que acoge a los migrantes de todos lados y los vuelve propios. La Extremadura que enamora y de la que estoy enamorado.