Tan sólo tres meses después de su muerte, las flores de los camotes que mi abuela vigilaba y velaba con recelo, habían florecido. Brotaban en copa unos pétalos de rojo alizarina que ella habría querido ver. Siempre y sin falta iba con su andadera y revisaba las macetas de las que brotaban unas cuantas hojas alargadas; hojas macilentas y gruesas que se secaban, retornaban a tomar su verdor brillante, se volvían amarillas y volvían a secarse. Yo habría de entender su ausencia y la máscara informe del silencio un poco después.
Sólo frijoles y tortillas con salsa, mi amiga sólo comía eso desde que su padre y el resto de su familia enfermó. Ella salía cada mañana, realizaba tareas y encargos sustituyendo a su padre, y regresaba cada tarde en los últimos calores antes de la noche.
Siempre le insistí y le pregunté si necesitaba algún medicamento, si quería pasar por un itacate o si había algo en que pudiera ayudarla. A ella nunca le gustó que alguien fuese condescendiente, y aunque tenía un carácter fuerte y un ánimo incansable, podía adivinar la incertidumbre en su voz. Únicamente en su voz, pues tenía ya un año que no la veía a los ojos.
Antes de que los bulbos rojizos florecieran, yo entendía la ausencia como una silla vacía, como una ventana abierta con las cortinas volando hacia afuera. Entendía el silencio como la ausencia de algo o de alguien. Entendía la ausencia, como el inexistente beso, el “te quiero” perdido meses atrás, o como el abrazo amoroso que por última vez nos dimos frente a la biblioteca de Ciudad Universitaria.
Los sentía como ecos, eran fachadas de nuestros tiempos, la cara que muestra lo que sucede dentro, pero lo oculta, lo oscurece y lo vuelve un mito, un secreto. La fachada de Carlos era su silencio. La de mi abuela, era su silencio. La de Mariana, mi amiga, también era su silencio. Uno murió de amor, de olvido; la siguiente sólo murió y la última murió como las aves en pleno vuelo.
Y ahí en el silencio, en la habitación que daba al jardín, sentado frente al monitor y al higo seco y los camotes floreciendo, resonaban los ecos que el silencio amplificaba. El silencio era su medio, y la memoria era la pintura, la tela con que se teje un muñeco de trapo, que sustituye, nombra a la ausencia.
Fue un miércoles, recuerdo bien, cuando bajé al mercado casi vacío. Llevaba conmigo champiñones frescos y un agua de frutas que me calmaba el apetito de ver a una señora ablandar con sus manos una masa verde brillante, casi roja. Miré a la carretera que continuaba hacía la ciudad; tres silenciosas ambulancias pasaron sin prisa en una procesión que me consolaba con la pena a través del perdón. Y el jueves de nuevo pasaron, luego el viernes, el fin de semana, la semana siguiente, y así todas las semanas. Hubo un día en que no pasaron, sentí su ausencia entre el barullo del tráfico y entonces me pregunté sobre lo que habría pasado, aquí, allá, o más allá. Ese día desperté temprano, algo totalmente anecdótico si se comparaba con las palabras necias y persistentes de un profesor hablando entre seseos. Por la tarde el ruido de los perros me espabiló e hizo acordarme dónde estaba; recordé igualmente, abruptamente, que había olvidado desayunar esa mañana. Tal como mi abuelo al escuchar a los perros, él decía que a uno los ladridos le enseñaban adónde pertenecía. Si los perros de la calle te ladran, todos los demás transeúntes sabrán que no eres de allí. Lo confirmé ese mismo día al regresar del mercado; a cada perro le daba un nombre, le preguntaba cómo estaba y adónde iba, incluso les decía ¡salud!, si es que estornudaban. La mayoría pasó de largo, pero unos cuántos me miraban y hubo uno que meneó la cola y agitó sus orejas. Su silencio me reconfortaba.
Y así, miércoles a miércoles regresaba con un aroma a naranjas y a la tierra que los champiñones llevaban en su corona. No se volvió una rutina, pues cada día el silencio variaba y parecía que traía consigo diferentes sonidos y texturas. Traía el perfume de las acacias que se impregnó en un beso la tarde del último febrero. Traía también el empalagoso perfume de Mariana y el salpicón de sal de la piel de Saúl. Y esos accidentes nunca habían hecho más ruido como esos días.
Un mes después, mi padre preparaba un tanque de oxígeno demasiado pequeño. Mi tío – vaya a saber cuál de todos -había enfermado. Jamás había visto, ni en velorios, rostros tan apenados y preocupados. Fue al día siguiente cuando mi tía me contó de las flores de mi abuela, y me dijo que ojalá ya no florecieran en vano.
Bastante había escuchado de la dificultad del amor, como cierto autor, cuyo nombre no me acuerdo, cuya novela lleva un título algo malentendido por todos los que lo escuchan mencionar. Ya conocía lo complejo del amor, pero cuando Saúl escribía mi nombre, una vibración estridente, roja alizarina, recorría mi cuerpo de punta a punta. Quizás entonces, mi abuelo comprenda que ese mismo rojo alizarino sea el rojo que mi abuela anhelaba ver.
Querido Saúl, hablamos día y noche, hablamos hasta por los codos cuando es posible. Nos deseamos y nos mimamos, sintiendo nostalgia de esas antiguas crónicas. Y nos vemos a través de las pantallas, de las palabras y de los versos que le mando cada lunes sin falta. Los miércoles están apartados para el mercado y los viernes los uso para dormir y no pensar en el silencio. Entonces me veo en el sueño, yendo y mirándonos frente a frente, como si él floreciera y yo al fin pudiera verlo sin el temor en los ojos. Para el amor no hay hora mala, sólo hay malas horas. Siempre las habrá, pues una fertilidad brillante es signo de que un lugar va a morir; pero en realidad no muere, cambia. Cambia de repente y es anecdótico ese cambio. Vaya que es difícil llevarlo, pero se hace lo que se puede.
Tres noches atrás, las ambulancias sonaban, despertándome suavemente con un pitido que aumentaba mientras se acercaban. Tuve miedo y fue mi silencio lo que me hizo sentir pena. No volví a dormir ni aun cuando se alejaron y dejé de escucharlas, pero me acordé de mi tío -vaya a saber cuál de todos es del que sigo hablando -para después acordarme de Mariana. De pronto vino a mí un aroma más que suave, dulce, como a chocolate y leche. Era mi madre en la cocina, quizás a ella también la despertaron las sirenas. Naturalmente, al ser martes, mi padre no estaba, pues salía a trabajar y regresaba cada día con los últimos calores de la noche. Allí la vi a ella, cansada y somnolienta, moviendo con una cuchara de madera un chocolate caliente. Fue ese sonido perfumado, el del chocolate, el que me levantó de la cama; el que me advirtió su posible futura ausencia. Espero no tener que escribir de ella en un futuro, mañana o más tarde.
Noche tras noche se recorre mi sueño, ya ha pasado la madrugada y yo aún sigo viendo al techo. Pretendiendo dormitar después de decirle buenas noches a Saúl que, antes de dormir, me ha mandado un corazón y un te quiero. Como decía, se hace lo que se puede. Pero el sueño no me toca ni me aterra. Así en el día me levanto con el silencio, me miro al espejo, me lavo la cara y lo primero que se me viene a la mente es él. El botón alizarino que ojalá vea florecer.
Ya es abril, y aunque las lluvias aún deberían tardar en llegar, una densa llovizna moja el polvo árido, la ceniza de los templos que los ecos levantan y viaja hasta aquí desde la ciudad; al secarse, se eleva el más tenue perfume de leche y coco quemado. Después de todas las áridas noticias, veo a mi abuelo regresar, mi madre contenta y mi tía aún más. Poco a poco llega a nuestras colonias, la promesa de la certidumbre. No digo esperanza, porque la esperanza siempre la tuvimos. Al menos sé que siempre la tuve, nunca fue todo demasiado atribulado para no tenerla.
Abril sigue avanzando normalmente. Mariana sigue ahí, persistente, ella misma se dice nesciente. Saúl también avanza con su ímpetu, me lleva tomado de los pies mientras le sostengo las manos. Y entonces salgo hoy y veo las ausencias, veo silencio, vacío, una silla desocupada. Pero la ausencia es el ruido que el silencio amplifica, y es que incluso sin saberlo, sabía que al salir podría darme cuenta de esas ausencias. Lamentablemente, sólo al salir. Una vitrina de exhibición donde tú sólo miras cómo ella se vacía.
Y entonces morimos, muere el tiempo a cada momento, muere constante, lento. Mueren las flores al romperse su tallo y las aves en el vuelo, las mareas y el silencio. Pero al morir sólo se muere, te lo explicaré más claro entonces, más tarde.
Hoy vengo de nuevo al jardín delante de mi escritorio y veo los pétalos de rojo alizarino. Te veo, nos veo, veo la ausencia, parece irónico, pero veo el silencio y el polen volando en nubes macilentas, en lluvias de cardúmenes dorados. Y vuelvo a decir: Malditas flores, mil veces malditas, que hayan florecido ahora que ella ya no las espera.