En este año fatídico, volví a Jorge Ibargüengoitia, a Los relámpagos de agosto, su primera novela, publicada en aquel lejano 1964. Esa novela suya salpicada de memorias entregadas a la sátira, en la que la ficción y la realidad se contraponen y, a su vez, convergen en un enigma conocido.
No imagino ese umbral que decidió cruzar el también periodista para escribir lo fatídico de un México revolucionado (o revolucionario); sin embargo, no debe imaginarse, porque esta postrado ahí en sus páginas, y lo único que debe hacerse es leer, no dejar de leer, hasta concluir; dejarse sorprender y llevarse de una mano satírica y lúcida que nos describe hechos de una manera espectacular, pero también inquieta.
Era un relámpago, lo de Jorge y su pluma, que parecía no iba a cesar, ni en agosto ni nunca. Pero como suele acontecer, algo único pasa, y fue lo que logró cesar aquel estruendo que era Ibargüengoitia: el vuelo Francfort-París-Madrid-Caracas-Bogotá, que no llegó a concluirse, pues se accidentó por allá de las cercanías de Madrid, y en él iba Jorge, sus letras, y su Isabel Cantaba, esa novela inacabada, en la estrechez de una memoria.
Ahí se acabó todo, o quizás comenzaba, ese legado de escritor consumado que se echó a sus hombros y que se llevó a la tumba y del que nos dejó pedazos en forma de escritos. Era 27 de noviembre de 1983, que no agosto, cuando sucedió en Madrid; en México aún era 26. Y ahí se quedó, como postrado entre esos días, su cuerpo, como sus libros en los huecos vacíos de nuestras bibliotecas.
Serán los días, o los años, y sus fauces y lo que quieren decir y no, o qué se yo. Jorge decía: “Si no voy a cambiar al mundo, cuando menos quiero demostrar que no todo aquí es drama”. Qué diría ahora si supiera que tenía razón, aunque sesgada, que no cambió el mundo, aunque aquí, y lo digo en serio, todo es drama. Al menos, aquel del recuerdo de su muerte, aún después de tanto.