Baggio: una promesa no cumplida

La historia de Baggio pasa por un mensaje que vale la pena recordar: el éxito en la vida no es siempre una promesa cumplida, sino el viaje. Siempre es el viaje.

La primera Copa del Mundo de la que realmente tengo memoria es aquella de USA ‘94. Tenía nueve años. Entre los recuerdos que más atesoro de ese torneo destacan la falla ridícula de ‘Zague’ ante Noruega o mi primera playera de México —la del Sol Azteca, versión réplica que me obsequió mi padre—, la cual estrené en el juego ante Bulgaria y nunca más volví a usar. Y está también aquel mediodía en las afueras del Colegio Benavente cuando JC* —el típico abusón, tres años más grande que yo, y quien se graduaba de primaria a secundaria— se despedía del cuerpo que gustosamente maltrató por años (el mío) mientras el golazo de Marcelino Bernal a los italianos, el cual nos clasificaba a octavos, sonaba de fondo en la televisión instalada en aquella combi azul del transporte escolar. 

Esa, supongo, debió ser la primera vez que Roberto Baggio se atravesó por mi vida, pero no sería hasta la Final —en específico, por ese insólito penal que voló hasta la estratósfera— que el ‘10’ de aquella inconfundible coleta se quedó anclado para siempre en mi cabeza, provocando desde ese momento mi predilección por Italia en cualquier torneo futbolístico (después de México, claro).

Y es por eso —entre muchas cosas más, las cuales no mencionaré, por supuesto— que Roberto Baggio: El Divino o Il Divin Codino (La Divina Coleta) en su idioma original (Netflix; 2021) me haya provocado un sinfín de revolturas en el estómago, de lágrimas —sobre todo de lágrimas— y ganas de escribir. 

Este precioso documental relata los comienzos de Baggio (o ‘Robby’, como era conocido en su círculo más cercano) en el Vicenza de su natal Caldogno, su millonario traspaso, con apenas 17 años, de la tercera división a la Serie A con la Fiorentina, el cual se vio en serio peligro tras una desastrosa lesión en la rodilla derecha de la que logró reponerse —por primera vez— gracias a su obsesión por el juego y, sobre todo, gracias a la promesa que, según le revela su padre, le hizo con apenas tres años de edad cuando la Azzurra pierde (4-1) el título de México ‘70 ante la mejor Brasil de todos los tiempos, entonces liderada por el regreso de Pelé: “Ganaré el Mundial contra Brasil por ti, te lo prometo”.

A partir de ese momento, uno piensa, cree, espera —y anhela— que los siguientes minutos sean una mezcla entre piezas anacrónicas del Baggio original con las recreaciones encarnadas por el actor italiano Andrea Arcangeli (aunque, como el parecido es tan impactante, tal vez así fue y no me di cuenta), llenas de partidos, entrenamientos, rehabilitaciones y premiaciones. Sin embargo, aunque sí existen ciertas referencias a su trayectoria (el glorioso paso por la Juventus que le permite conquistar el Balón de Oro en el ‘93), la historia se enfoca en conocer el lado humano de ‘Il Divino’, a través de su reconversión al budismo, su impresionante fuerza mental y, en especial, su necesidad de ser siempre reconocido como el mejor; una necesidad de aprobación retratada en las afrentas con el legendario entrenador Arrigo Sacchi —y con todos los entrenadores que lo acompañaron en su carrera— pero que sólo era un reflejo de la relación con su padre.

Aunque podrían reprocharse esos saltos prolongados en la línea del tiempo, el relato se sostiene, primeramente, por esos viajes al pasado a través de hermosos detalles: los uniformes, el asombroso parecido del elenco con los personajes reales, los guiños a ciertos secretos del mundo futbolístico como la gestión de su retiro con el Brescia o su no convocatoria a la justa de Corea-Japón 2002, a pesar de recuperarse milagrosamente de una nueva lesión en la rodilla. 

Sin embargo, por encima de todo esto, la historia de Baggio pasa por un mensaje que vale la pena recordar: el éxito en la vida no es siempre una promesa cumplida, sino el viaje. Siempre es el viaje. 

*Nota de autor: el nombre completo de JC fue omitido por temor a represalias.  

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