La razón por la cual quiero instalar este ensayo en la discusión iconográfica tiene que ver con el principio de que toda manifestación visual guarda relación, aunque sea a distancia, con el mundo de lo temático, es decir, con el discurso, sea a partir de lo simbólico o de lo puramente formal. Esta noción, por supuesto, la extraigo de los diferentes textos que escribió Erwin Panofksy al respecto, pero antes de avanzar, considero necesario hacer un reparo en el término. No es que lo iconográfico establezca una jerarquía entre lo temático y lo técnico, más bien, lo sistematiza a partir de una dialéctica. De acuerdo con su Estudios sobre iconología (1962), la relación de los sujetos con el mundo objetual pasa por, al menos, tres instancias claves. En primer lugar, se encuentran los significados primarios, compuestos tanto por lo fáctico (lo denotativo) como por lo expresivo (lo connotativo), pero siempre manteniéndose al nivel de lo que se puede intuir, es decir, de lo que puedo entender a partir de la simple observación. Luego, en segundo lugar, se encuentran los significados secundarios, acaso, el más interesante, ya que establece una relación paradigmática entre todos los elementos del mundo, representados plásticamente en el objeto de observación, como si de una sinécdoque se tratase. Para que se entienda con más claridad, tendré que acudir al mismo texto:
Para comprender este significado (…) debo estar familiarizado, no solo con el mundo práctico de los objetos y las acciones, sino también con el mundo de costumbres y tradiciones culturales, peculiar a una civilización determinada y que trasciende lo práctico. (14)
Es decir, el saber simbólico, no intuitivo, sino relacionado a una mathesis cultural donde todos los posibles significados virtuales se encuentran asociados, solo es posible en tanto el yo-observador está conectado a la red epistémica en la cual habita y circula. Por tanto, al observar una pintura, de algún modo me relaciono con la totalidad semántica que hay en él y en cada uno de sus elementos pictóricos.
Por último, cabe definir la tercera instancia, pero antes quisiera comenzar a introducir el propósito de este ensayo. Tal como lo señala el título, en esta ocasión abordaré el espejo como topos, es decir, como tema, a partir de una serie de objetos pictóricos y literarios. El punto es que, durante cada aproximación, haré coincidir cada una de las instancias que señalé anteriormente. En el caso de la figura de Venus y su relación con el espejo, me anclaré particularmente en la primera y segunda instancia, es decir, en los significados primarios y secundarios, traducidos por medio de la obra crítica Marcos de guerra de Judith Butler, para así, poder analizar tanto el soneto Si quien ha de pintaros ha de veros… de Francisco Quevedo, como la pintura de Diego Velázquez, titulada Venus del espejo. Ahora, se preguntarán ¿Y la tercera instancia? ¿En qué consiste y en qué lugar tiene cabida? Como dije en un principio, la lectura iconográfica de Panofksy es dialéctica, por tanto, el tercer significado lo entenderé como una especie de síntesis, ya que, para el autor, este significado intrínseco o contenido tiene que ver, tanto con la realidad inmediata de quien observa como con las propias coordenadas discursivas y formales de la obra, que de alguna forma, contaminan la perspectiva de los sujetos. Es decir, los significados terciarios guardan una estrecha relación con la personalidad del sujeto y de la obra que, en la contemplación, se ven confrontados. Sin duda, en toda obra hay algo que punza, que hace de quien mira un sujeto manipulable. En este caso, tal sujeto soy yo, quien escribe y propone una lectura a modo de completar la relación. Tal lectura, como se verá en este ensayo, tiene que ver con la imposibilidad de la representación. Cuando no sea posible caracterizar lo otro en la obra de arte, nos veremos en la obligación de reflejarnos a nosotros mismos, tal y como lo hace un espejo. En fin, procederé a avanzar con mi análisis.
En el caso del poema, me iré deteniendo en cada una de las estructuras del texto, estrofa por estrofa, y en la medida de que sea posible, incluiré la lectura misma del cuadro. El soneto en cuestión inicia del siguiente modo: “Si quien ha de pintaros ha de veros, / y no es posible sin cegar miraros, / ¿quién será poderoso a retrataros, / sin ofender su vista y ofenderos?” (Quevedo versos 1-4). Evidentemente, el soneto nos anuncia su relación con lo inefable. A propósito de la mirada, la vista, el ojo, hay toda una tradición religiosa al respecto. En una serie de cultos mistéricos, incluyendo el judaísmo místico, observar lo sagrado es un acto de sacrilegio, por lo cual, quien lo mira, o cae en la locura o muere de inmediato. Es decir, y llevándolo a nuestro plano, quien observa lo irrepresentable, lo prohibido, observa directamente lo obsceno y en ello se consuma. La ceguera mencionada en el poema, me parece, podría ser conectado con lo dicho. La ceguera de los pintores/poetas incautos, es consecuencia de la condición ilegible de la musa. A su vez, curiosamente, en el cuadro de Velázquez, el rostro de Venus también se nos prohíbe, al menos de primera mano. Su cuerpo recostado nos da la espalda, revelándonos su rostro solo de forma parcial a partir del espejo. Es decir, solo podemos ver la pureza de la diosa por medio de su negativo.
De todos modos, no quisiera adelantarme, ya que me gustaría mantener esta sección del análisis solamente en el plano de los significados primarios, para luego aproximarme a lo otro, así que procedamos. Respecto a lo fáctico, los dos primeros versos establecen una situación, una fábula: una serie de pintores, durante su oficio, han quedado ciegos con la belleza de la musa. Luego, en los dos siguientes, se revela el propósito de la primera estrofa. La aparición de la pregunta retórica no posee otra intención que la de subjetivar la voz lírica. Ante la aporía de no poder pintar la belleza de la doncella, quien es semejante a lo divino y, por tanto, a Venus, surge la respuesta del ego. El “yo” aparece para instalarse como el sujeto capaz de pintar lo que no puede ser visto, es decir, lo que no puede ser representado. En otras palabras, el “yo” corresponde al objeto donde la belleza se hace reconocible y, por tanto, comienza a existir. El “yo”, entonces, es el inicio de todo, ya que es el territorio donde la musa adquiere rostro. Este momento es, a mi parecer, el gozo y, a su vez, la expresión demoledora del deseo, capaz de brindarle sentido a lo indescriptible. Básicamente, el “yo” se instala como marco.
Por esta razón es que, en un principio, anuncié que traduciría los elementos del significado primario y secundario con el texto de Butler, ya que, en él, la autora homologa la noción de encuadre, visión, representación, etc, con el concepto de marco de reconocimiento. De todos modos, para entender la propuesta de Butler, es necesario antes aproximarnos a la idea de reconocimiento. El texto lo propone así: “En primer lugar, no es una cualidad o un potencial del individuo humano” (19). La definición negativa a partir de la litote no es, solamente, una floritura retórica, sino que tiene que ver con lo que se entiende, regularmente, por reconocimiento dada su estrecha relación con del desarrollo tecnológico. En nuestra actualidad, el concepto reconocer puede ser ligado, sin ningún problema, a las tecnologías digitales que son capaces de identificar tanto a sujetos como objetos a partir de la cámara. A su vez, la pintura y las artes miméticas en general, incluyendo a la literatura, pueden ser entendidas como tecnologías de reconocimiento en la medida de que captan una imagen para luego dotarlas de información detallada. Bajo esta lectura, el espejo es un aparato del mismo tipo.
Es decir, el reconocimiento guarda relación con la sensorialidad, pero en el caso de Butler esto no es así, al menos no en primer lugar. El reconocimiento no tiene que ver con una facultad, sino más bien con una condición añadida al sujeto. Por ejemplo, siguiendo la argumentación del párrafo anterior, un objeto tecnológico puede reconocer información de forma inteligente, pero eso significa que el reconocer se encuentra en la máquina, en su oficio y no en el cuerpo capturado. Mas bien, la recognoscibilidad es alcanzada. La máquina de reconocimiento/representación le da recognoscibilidad al objeto/sujeto en cuestión. Es decir, frente al reconocimiento, los objetos/sujetos comienzan a existir. Me parece que este proceso, tanto en el poema como en la pintura, aparece como un suceso clave.
Por tanto, de acuerdo con Butler, los marcos son aquellos dispositivos epistemológicos que le dan inteligibilidad a todo lo que esté dentro de sus límites: “Por eso, así como las normas de la reconocibilidad preparan el camino al reconocimiento, los esquemas de la inteligibilidad condicionan y producen normas de reconocibilidad.” (21). Y en este caso, tanto el pintor como el espejo cumplen ese rol. Le dan un rostro a aquello que se manifiesta inefable.
Sigamos, ahora, con la segunda estrofa: “En nieve y rosas quise floreceros; / mas fuera honrar las rosas y agraviaros; / dos luceros por ojos quise daros; / mas ¿cuándo lo soñaron los luceros?” (Quevedo versos 5-8). Nuevamente, el soneto insiste en el problema de representación, pero ahora ya instalado en el territorio del marco del reconocimiento. Ya en el desarrollo del trazado pictórico, el pintor/poeta se esfuerza en volver legible el rostro de la modelo, pero su belleza parece intraducible. Por medio de las metáforas, el operador desea “florecer” a la doncella, lograr que su imagen brote al interior del retrato. Esto lo hace, tal como lo señala el texto, a partir de la nieve y las rosas, pero no sin olvidar que tales elementos son, en absoluto, diferentes. En la representación, por ejemplo, son las rosas las honradas, no la musa. Del mismo modo, en la pintura de Velázquez es el espejo quien se ve beneficiado por el reflejo de la diosa, no porque se vuelva digno de recibir el rostro de Venus en su cristal, sino porque su posición, dentro del orden compositivo, es central. Todas las miradas se dirigen a él, tanto la de Cupido como la de Venus, pero más importante aún, también se dirige la nuestra. De pronto, reparamos en algo que, quizá, era más confuso al principio. Notamos que el objeto de contemplación no es la diosa, sino más bien otro: “De acuerdo a un principio básico de la óptica, mientras nosotros contemplamos el reflejo de su rostro, ella observa el nuestro y reflexiona, quizás, sobre el efecto que su belleza nos ha producido.” (Accatino 182). Tal verdad es, por cierto, vertiginosa.
Pero más allá de la experiencia estética, quiero detenerme en lo siguiente. Regresando al poema, el conflicto de la legibilidad, de lo reconocible, es que aquello que no puede ser representado carece de lengua propia, en tanto no puede codificarse ni nunca podrá. El hecho de que el pintor/poeta esté poniendo todo de sí para darle forma a la modelo, tiene que ver con que está intentando proveerla de un sistema de símbolos, para que así pueda ser vista por primera vez. Y, evidentemente, su sistema poético, repleto de figuras retóricas, fracasa. No solo las rosas parecen distintas a la modelo, sino también los luceros, acaso, la expresión máxima de la belleza clásica. Incluso ellos, en sus sueños, desean ser la belleza de la chica irreconocible. Por tanto, en el marco de reconocimiento hay un problema grave: en él, no puede empezar a existir lo irrepresentable por sí solo, sino que debe pasar, forzosamente, por un proceso de traducción, y en esa traducción, el “yo” aparece por todas partes. En el ejercicio poético del pintor/poeta, lo único que se trasluce son sus decisiones, su propia voluntad, más no la de la belleza. Es decir, su oficio es un espejo, pero en su trabajo no se refleja lo otro, sino, más bien, él mismo.
De ahí, entonces, que en la Venus de Velázquez aparezcamos nosotros en el lugar central. Lo inefable no puede tener otro rostro que el nuestro, y cuando este posee uno diferente, tal como sucede en la pintura, sufrimos, acaso, un desplazamiento epistemológico. El horror de la Venus observándonos no tiene que ver, solamente, con el descubrimiento voyeur, sino también con el giro en el eje de poderes. No es Venus quien está siendo traducida por la pintura, sino yo mismo, delante de la imagen, configurado como una más. Es decir, la noción de sujeto está fuera de mí, en tanto esta se encuentra en el plano pictórico. En otras palabras, yo soy lo observado, yo soy lo que está expuesto al examen de quien mira. Yo soy la imagen y, por tanto, soy lo que estuvo fuera del marco de representación hasta el momento en que vi, por primera vez, los ojos ajenos del espejo, dándome, acaso, un cuerpo con el cual acudir a su presencia.
Sigamos. “Conocí el imposible en el bosquejo; / mas vuestro espejo a vuestra lumbre propia / aseguró el acierto en su reflejo.”. (Quevedo 9-11). Apenas en el primer verso de la tercera estrofa, lo dicho previamente se confirma. El bosquejo, ni siquiera la pintura, la imagen completa, se vuelve un imposible. No hay lengua, no hay ningún juego retórico capaz de alcanzar la belleza de la musa. Todo ejercicio de representación se queda, solamente, en su etapa inicial, pero, evidentemente, tal exotismo se manifiesta como deseo. Su belleza inefable solo puede ser expresada por aquellos objetos que carecen de todo tipo de discurso, es decir, por aquellos aparatos que comparten la ausencia de significado y significante. El espejo, en estricto rigor, está vaciado. Todo aquel que lo observe se contempla a si mismo, y esto solo es posible en tanto su figura y su concepto representan su propio vacío. Pero ¿No es esto también, una verdad aplicable a toda producción artística? Siguiendo la definición clásica, todo arte es, antes que discurso, una operación mimética. Lo que reproduce el arte, bajo esta definición, se restringe en la experiencia sensorial del mundo. El resto, guarda relación más bien con los vacíos que llenan tanto los autores como los espectadores/lectores a la hora de producir y recepcionar la obra. Por tanto, la obra de arte pareciera ser, al igual que el espejo, un cuerpo impotente, carente de toda direccionalidad. De ahí, entonces, la amigable relación entre el espejo y la bella ilegible. Tanto el espejo como su propia belleza son imágenes y nada más. Cada una se refleja hasta el infinito en tanto el sujeto está ausente.
Ahora, esto es criticable, y particularmente, no es una aseveración con la cual esté de acuerdo. Es evidente que las imágenes sí poseen discurso, y jugando un poco con lo dicho, que estas también pueden desear. Por ejemplo, esto queda manifiesto en el cuadro de Velázquez. La Venus que nos devuelve la mirada, ¿No está también expresando un deseo específico? ¿No es por esta razón por la cual su presencia nos parece arrolladora? Ahora, tal deseo también es ilegible, ya que la expresión de Venus está en tinieblas, difusa, como una imagen fantasma, pero esto no significa que no podamos atisbar cierto rastro de su significado. Recordemos, para esto, lo dicho anteriormente. Ya mencionamos que, en el ejercicio de representación, el fracaso del marco de reconocimiento hace que el énfasis se dirija hacia nosotros, pero si comenzamos a pensar la pintura como un fetiche o como un objeto totémico, tal como lo hace W. J. T. Mitchell, pareciera ser que, en ese intercambio de posición, lo pictórico adquiere cierto animismo. De pronto, podríamos no asegurar, pero si intuir que la Venus de Velázquez pareciera estar un poco más viva que antes, sobre todo, luego de descubrir que esta nos mira. Hay, de algún modo, personalidad en ella. Es decir, hay significados de segundo y tercer grado en la pintura, a propósito de Panofsky. Y entonces, ¿Qué ocurre con nosotros? Lo mismo, pero en su sentido inverso. Nosotros, sujetos, advenimos de pronto como objetos. De ahí, entonces, el sentido de la siguiente cita: “el deseo de la pintura (…) es cambiar de lugar con el espectador, fijándolo, paralizándolo, con el fin de convertirlo en una imagen para su mirada” (Mitchell 188). El punto es que, a mi parecer, el espejo como aparato funciona del mismo modo. Su reflejo nos da la posibilidad de observarnos, de abandonar aquel lugar peligroso donde solo somos espectáculo para los demás. En el espejo, y solo en el espejo, me vuelvo legible, ya que en él solo me encuentro yo y nada más. Esto, quizá, podría ser el lema que recorre la mente de la joven del soneto, quien, luego del fracaso del pintor, logra verse a sí misma en su soledad. De alguna forma, gracias al espejo y no a la representación, la belleza de la mujer logra autodeterminarse, y con ello, abandona su lugar de subalterna. Ahora, gracias al espejo, existe. Por tanto, la labor del pintor/poeta no solo es inútil, sino también innecesaria.
Veamos, entonces, por última vez el soneto a partir de su estrofa final: “Podraos él retratar sin luz impropia, / siendo vos de vos propia, en el espejo, / original, pintor, pincel y copia.” (Quevedo versos 11-14). Básicamente, los versos reflejan, válgase la metáfora, lo dicho hasta ahora, pero no solo eso, sino que nos recuerda una tentativa siniestra de la imagen, en este caso literaria/pictórica. En concordancia con los antiguos mitos en torno al tema, quien escribe, quien pinta, es en alguna medida dueño de quien es representado, pero, evidentemente, no establece propiedad en el sujeto en cuestión, dado que es inefable. La propiedad se establece más bien por sobre la imagen nueva, recién manufacturada por quien poetiza y retrata. Y este peligro, por ejemplo, es el que es emplazado por Judith Butler. Quien tiene el poder de construir las imágenes, quien es capaz de darle forma a los marcos de reconocimiento, atrofia el poder en torno a sí en la medida de que es una especie de demiurgo moderno. Nadie existe si no es por el dispositivo que permite la construcción del otro. Por tanto, en el poema de Quevedo, la forma más justa con la cual la hermosa doncella puede representarse, y a su vez, mantener su pureza, es por medio del espejo, el cual está ausente de toda personalidad, de toda voluntad, y por tanto, de todo dominio. En su reflejo, ella es libre, dado que solo se pertenece a si misma.
Por su parte, en la pintura de Velázquez tal fundamento aparece como peligro, como hostilidad. El cuadro amenaza con poseernos, y recordando todo el imaginario mathético de los significados de segundo grado, esta es la misma amenaza que representa la Venus grecorromana. Casi en la totalidad de la tradición clásica, desde Safo hasta Horacio, el amor, la belleza, lo erótico, se revela siempre como enfermedad, como suplicio, como batalla. Entonces, de ahí la terrible mirada de Venus, como si acaso pensara en qué hacer con nosotros. Además, cabe señalar la posición de la diosa en todo el entramado de poder que la rige. Evidentemente, en tanto divinidad, esta se encuentra fuera de todo tipo de horizonte subalterno, no como, por ejemplo, la doncella de Quevedo, quien está relegada a la imagen pasiva, a propósito de Cirlot: “es lunar el espejo por su condición reflejante y pasiva, pues recibe las imágenes como la luna la luz del sol”. (195). Y continuando el arquetipo antropológico, Venus es quien posee el rostro solar, mientras que nosotros, confrontados por el deseo, adquirimos la forma de la luna. En el espejo, Venus no necesita contemplarse a sí misma. Quien está en el poder no necesita observar su propia anatomía, dado que su identidad está delimitada con toda certeza. Al contrario, nosotros, empujados a la fragilidad de la imagen, necesitamos una y otra vez recurrir el espejo para así, asegurarnos de nuestra existencia. Por esto todas las líneas compositivas del cuadro nos conducen, obligatoriamente, al centro de la imagen: observa el espejo, contémplate en él, mira los ojos de quien te acecha, esta es la orden que nos llega desde la visualidad.
Tal violencia, sin lugar a duda, es lo que hace del cuadro de Velázquez y del soneto de Quevedo, obras propias de su disciplina, en la medida de que hoy, a pesar de su distancia histórica, aun nos acechan. Tales son, entonces, los límites, pero también las posibilidades que nos brinda el espejo en los mecanismos de representación.
Referencias
Accatino, Sandra. “Venus del espejo de Diego Velázquez”. Mirar de lejos: descripciones. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2019.
Butler, Judith. Marcos de Guerra: las vidas lloradas. México D. F: Paidós, 2010.
Cirlot, Juan-Eduardo. Diccionario de símbolos. Barcelona: Labor, 1992.
Mitchell, W. J. T. “¿Qué quieren realmente las imágenes?”. Pensar la imagen. Ed. Emmanuel Alloa. Santiago de Chile: Metales pesados, 2020.
Panofsky, Erwin. Estudios sobre iconología. Madrid: Alianza, 1972.
Quevedo, Francisco de. Poesía varia. Ed. James O. Crosby. Madrid: Cátedra, 1988
Velázquez, Diego. Venus del espejo. 1647-1651. Óleo sobre lienzo. National Gallery, Londres.