Ahora es una anciana viuda de guerra, leyendo en la mecedora de su jardín entre flores blancas y tallos verdes aferrados al invierno.
Obstinada, escribiendo a su máquina de escritura. Algunas cosas nunca cambian.
Usando suéteres tejidos con margaritas bordadas en los costados.
El camel será por años su color favorito, solo que no lo sabrá hasta pisar Tierra Santa.
Por las noches se mueve con movimientos sutiles, como si siempre se encontrara en esas funciones de teatro a las que solía ir de vestidos largos.
Ahora no le importa la moda, la ha llevado por demasiadas décadas.
No le interesan ya los modales, todos sus amigos han muerto; aunque no quiera, ahora son parte de ella. Se recordará sosteniendo copas de Martini y manicure francés.
Crea pan rústico, para untar mermelada casera y hornea buenos platillos. Después de tantos años, ha descubierto que es buena cocinera.
Está sola.
Los niños del vecindario vienen a visitarla al caer la tarde, les regala rebanadas de pastel y galletas chocolatadas.
Es la abuela de todos y madre de nadie.
Esposa de no recuerda quién.
Ha ganado premios, pero ya no le importa ninguno.
Se ofrece como voluntaria cada mañana, para que un ente escriba por medio de sus dedos, porque ella ya no sabe qué más contar:
ha hablado tanto,
ha escrito tanto,
ha bailado tanto y reído tanto.
Recuerda todo.
Recuerda risas, manos tibias aferradas a la suya; ojos oscuros,
miel y verdes, profundos y vacíos al mismo tiempo.
Cuando cierra los ojos en su jardín puede verse a sí misma, lleva esperando desde que nació a que le crezcan raíces. Es como una historia de amor.
Puede sentirlo, siempre lo ha hecho,
es un ave enjaulada, (a veces suele ser la jaula).
Se llena de esperanzas con lo que ve por la ventana.
Cuando se libera, la ciudad tiembla y ella baila descalza con botella de vino de mano.
No le importa nada.
No le interesa la opinión de nadie,
solo la música, las letras y el vino.
Ruega que su piel nunca vuelva a sentirse aprisionada.
Recuerda cómo nadie pudo retenerla.
Es un espectro.
Un fantasma.
Un recuerdo vivido
Un nombre olvidado.
Se pregunta quién piensa en ella.
¿Quién aún la recuerda?
¿Quién te recuerda —mi dulce muñequita—?
¿Quién rememora tus chistes sin gracia?
Tu música favorita.
Tu estilo de moda.
Tu perfume y tu risa.
¿Quién ya la habrá olvidado?
¿Quién ya no recuerda ni su nombre?
¿Quién ya no podría reconocerla?
Los amoríos de su juventud, se pregunta si siguen vivos.
La habitación treinta, las galletas de coco, las luces de la ciudad donde nació bajo sus pies, voces, manos, nombres.
Innombrables.
¿Sabrán que ahora es una anciana que usa cárdigan con hermosos botones?
Que fuma y ve a la gente, que entre más vive menos muere.
Totalmente al contrario de lo que siempre escuchó.
Entre más le pasa el tiempo por el cuerpo,
está más viva que nunca.