Foto: Lucía Cornejo.

Hay que escribir contra tu propia audiencia: David Jiménez

Con la publicación de Los diarios del opio (Ariel, 2023), el periodista David Jiménez (Barcelona, 1971) no solo propone perpetuar la leyenda de una pléyade de aventureros que se dejaron seducir por el influjo oriental, sino que se confirma como uno de los grandes escritores viajeros contemporáneos. 

Para entender las motivaciones que lo llevaron a perseguir las sombras de Conrad, Orwell, Kipling y otras plumas nómadas, así como su visión sobre el viaje, el periodismo internacional, las corresponsalías y la nostalgia por los tiempos de antes, me senté a conversar con él en una bulliciosa cafetería del sur de Etiopía. 

Los diarios del opio, tu nuevo libro, confirma que el viaje es, ante todo, perseguir huellas. 

Sí, nunca dejamos de repetir los viajes que han hecho otros ante que nosotros. En Los diarios del opio me interesaba explorar especialmente los viajes de aventureros y escritores que admiro, cuyos libros me han inspirado. Y una manera de reencontrarme con mi propia experiencia como corresponsal en el Extremo Oriente, era hacerlo a través de la mirada de estos autores. Intentar descubrir ese misterio de Asia: qué vieron ellos que les atrapó, qué me atrapó a mí y, sobre todo, continuar el viaje. 

¿Qué hay que abrazar y qué hay que eludir del exotismo y el influjo oriental? 

Oriente siempre ha estado lleno de tópicos y estereotipos. Da mucho juego para eso. Es una cultura diferente, lejana. Ha arrastrado desde tiempos de Marco Polo una mitología de una manera de afrontar la vida, una filosofía diferente. Todo esto lo ha hecho muy atractivo. Yo siempre he intentando en mis viajes huir de ese tópico. Siempre he buscado ir más profundo, entender esas culturas y ver qué se podía aprender de ellas. En Los diarios del opio está presente esa idea de ir un poco más allá. Lo que pasa en que todo lo que circula sigue estando muy presente el estereotipo sobre China, Tailandia, la India. Hay mucho desconocimiento, a pesar de que Asia ha emergido en el mundo económicamente, de que existe una conexión mayor de la que había antes. Sigue habiendo mucha gente que se queda en la superficie y en lo puramente exótico. Y hay mucho más, por supuesto.

¿Cómo se revisita el periodismo y los libros de viajes canónicos, a menudo demasiado barnizados de ficción? 

Dicen que los dos oficios más mentirosos son el de vendedor de coches de segunda mano y el de escritor de viajes. En mi caso, la literatura de viajes está muy mezclada con el reporterismo. Intento que las reglas del juego, del rigor, de la credibilidad, de la no ficción, estén presentes. Recién tuve una discusión con el fundador de las guías de Lonely Planet al respecto. Él mantenía que el escritor de viajes debe tener cierta licencia para ficcionalizar sus viajes. Yo era, un poco, la versión contraria: creo que el escritor de viajes tiene que ajustarse a lo que ve y a la realidad. Escribiendo Los diarios del opio descubrí que nuestro gran autor Manu Leguineche, quizá el periodista más legendario del siglo XX en España, se había inventado partes del viaje más famoso que hizo en El camino más corto, su más célebre libro. No quise juzgarlo con dureza, porque creo que era otra época y porque el hecho de que hiciera eso cuando tenía veintipocos años desmerezca todo el trabajo que hizo después. Pero en general no soy partidario de esa literatura de viajes que mezcla la ficción, salvo que se diga que es ficción. Cuando tú le dices a alguien: este es el viaje que he hecho, es importante que sea el viaje que has hecho. Porque luego puedo ocurrir algo como lo que hice yo: seguir las huellas de estos escritores en base a sus libros. Para que la literatura de viajes sea respetada tiene que ser rigurosa.

No existe o no debería existir el relato viajero sin un componente de denuncia y de mirada crítica. En tu caso, siempre has manifestado tu desencanto respecto al turismo de masas.

No le quito lo bueno que tiene el turismo. Las comunidades que lo reciben salen beneficiadas económicamente. Hay empleos para conductores, trabajadores de hoteles. Hay mucha gente que vive mejor gracias al turismo. Pero sí es verdad que, descontrolado y de una manera masiva, produce efectos perjudiciales a nivel medioambiental, en la industria de la construcción, desvirtúa la autenticidad de los sitios y, en el peor de los casos, hace que esos lugares acaben renunciando a ellos mismos para acomodarse al visitante extranjero. Entonces convierten a lugares que tenían carácter, personalidad e historia en parques temáticos para turistas. Con la explosión del turismo que ha incorporado grandes mercados como China y la India, esto se ha acentuado. Tenemos que buscar un equilibrio entre los efectos positivos y los efectos negativos del turismo. ¿Cómo se hace? Me encantaría tener la respuesta. Por fortuna yo estoy en el lado fácil, que es contar las cosas y no solucionarlas.

El turista y el viajero comparten más valores que nunca: ¿eso es una buena o mala noticia?

El viajero buscaba lo auténtico, lo original, lo nuevo. Hoy ya es cada vez más difícil aspirar a eso. Tú y yo hemos estado recién en tribus remotas de Etiopía y descubrimos que son gente medianamente organizada para recibir al turismo. Me gusta contar el caso de las mujeres jirafa procedentes de Birmania (Myanmar), que han pasado como refugiadas a Tailandia y que tiene estos aros que se van poniendo para alargar el cuello y deformarlo. Esto se sigue haciendo no para que la tradición se mantenga viva, sino porque los turistas quieren ver eso y fotografiarlo. Y entonces provocan que esas niñas, que ya no tienen esa tradición ni esa cultura, porque de hecho ya nacen directamente en Tailandia y no en sus comunidades originarias, lo siguen haciendo como un medio para ganarse la vida. Ese es un ejemplo de cómo el turismo puede convertir a otras comunidades en zoológicos humanos. Necesitamos tener mucha sensibilidad para evitar ese tipo de situaciones. 

Entre más se precariza el periodismo internacional y de zonas de conflicto, más se glorifica el contenido fragmentario. ¿Es una tendencia más o menos reversible?

En España el periodismo de viajes honesto ha desaparecido. Ningún medio de comunicación en España paga el viaje de un reportero para hacer algo en la sección de viaje del diario, de la televisión o de la radio. Siempre son cadenas hoteleras, líneas aéreas los que sufragan el coste de algo que se termina convirtiendo en publicidad encubierta. Solo los grandes medios como el New York Times y alguno más siguen teniendo secciones de viajes en las que el periodista va con la independencia de contar exactamente lo que ha visto y cómo lo ha visto. A mí eso me da mucha pena. Nos encontramos en un momento en el que se está imponiendo un periodismo de viajes deshonesto, en el que no le estamos diciendo a nuestra audiencia que estamos haciendo publirreportajes. Y esto es algo que se ha extendido a casi todo el periodismo. El periodismo económico está, en muchos casos, pagado por las empresas. El periodismo político subvencionando por instituciones y gobiernos. Según de qué lado seas, te ayudan más o menos. Esto provoca que la gente pierda la confianza en nosotros y esté buscando alternativas peligrosas de un periodismo populista muy poco riguroso.

Solemos exigir la irrupción de medios independientes y proyectos de autor, pero luego no estamos dispuestos a acompañarlos durante el camino. ¿Existe la posibilidad de ofrecerle un espacio digno a esos medios alternativos que buscan imponerse al poder político y económico?

Yo creo que a las presiones del poder económico y político, que han existido siempre, se ha unido ahora una visión muy tóxica de las audiencias. Nos encontramos con audiencias que cada vez exigen más sesgo ideológico, trincheras y que son poco tolerantes a verdades incómodas que contradigan sus prejuicios, su ideología, sus convicciones. Y esto me parece que es uno de los grandes desafíos del periodismo de hoy, tan influido por las redes sociales, por el ruido. Y luego se ha unido una presión adicional sobre la independencia de los periodistas. Hoy creo que es más fácil ser valiente para enfrentar al poder que a tu audiencia. Si renunciamos y nos plegamos a la voluntad de la audiencias, nos lleva a un periodismo que es la nada. Porque por no querer molestar a nadie nos quedamos en la irrelevancia. Hay que escribir contra tu propia audiencia. 

Mejor ser de periodistas que de medios, ¿no? 

En España los medios forman parte de un ecosistema en el que las ataduras a los intereses políticos y económicos son muy grandes. Por fortuna, hoy tenemos las herramientas para nosotros crearnos un propio medio de comunicación con aquellos periodistas que sabemos que están defendiendo su independencia por encima de todo: un periodista en este periódico, uno en la radio, uno en la televisión. Y yo es un poco lo que hago para seguir la información. A través de redes sociales hay muchísima desinformación pero también reporteros y periodistas desde el terreno, de los que me fío y que yo sé que soy buenos. Por ejemplo, en torno a la guerra de Ucrania me he creado mi lista de Twitter para entrar ahí y tener información diversa y lo más fiable posible. Por supuesto que hay mejores medios y peores medios, pero a mí ya me parece muy difícil seguirlos cuando están tan contaminados de ideología. En España, cuando te levantas por la mañana ya sabes qué medio va a criticar a la derecha, a la izquierda. El gran problema es que la opinión ha contaminado a la información: lo que llamo infopinión, que no es ni una cosa ni la otra. El periodista o el medio te está diciendo lo que tú tienes que pensar y lo disfraza de información, cuando en realidad es una editorial sobre un tema concreto. Tenemos más información que nunca, la mayor oferta informativa de la historia, y sin embargo nunca ha sido tan difícil diferenciar la calidad, el rigor, la credibilidad entre ese pozo sin fondo de información en el que nos encontramos.

Y luego las corresponsalías y las coberturas internacionales se desvanecen cuando más necesario se ha vuelto tener información contrastada desde el terreno. 

No hay tiempo. En el ritmo informativo actual, cuenta mucho más la cantidad de información y la rapidez con la que la distribuyes que la calidad. En cierto modo nos está pasando lo que ocurrió con la televisión: que en su búsqueda de la audiencia acabo rompiendo todos los códigos. Llegó la telebasura, la audiencia a toda costa. Y eso ha ocurrido en los medios: el clic a toda costa. Eso rebajó muchísimo la calidad. Y sin embargo ahora nos damos cuenta que eso no nos llevó a ningún sitio, porque la publicidad que eso generaba se la siguen llevando Google, Facebook. La única solución en el periodismo es hacer algo con la suficiente relevancia, calidad y compromiso independiente para que la gente quiera suscribirse y mantener ese medio de información. Y eso solo se puede conseguir con tiempo y trabajando bien las historias. Yo tengo cierta esperanza, porque parece que los medios se están dando cuenta de eso. Creo que vamos a ver cada vez más apuestas por la calidad. El periodismo facilón no te trae una audiencia fiel y, desde luego, una audiencia dispuesta a pagar, porque eso lo puede encontrar gratis en mil sitios. Una crónica bien trabajada es mucho más difícil de encontrar.

Por otro lado, no hemos logrado salir indemnes del conflicto moral entre las guerras que sí importan y las que no. 

Importan las reglas que son relevantes para Occidente y las que son relevantes para el bolsillo de los occidentales. Una guerra en el cuerno de África no le importa a absolutamente nadie. Una guerra en Ucrania, que afecta los precios del gas y en donde los políticos ven que la gente puede volverse contra ellos, sí les importa. Ahora bien, creo que estamos en un momento de fatiga de las audiencias. Fatiga solidaria, le llamaría. Quizá los medios y los periodistas tenemos parte de culpa, porque hemos sido tan negativos en nuestra cobertura del mundo, de nuestras sociedades, que la gente se ha hartado de nosotros también. Y aquí me culpo yo mismo como corresponsal. Si yo volviera a atrás, seguiría yendo a conflictos, seguiría yendo a desastres naturales, seguiría cubriendo la pobreza, pero también habría hecho mucho más trabajo sobre el fenómeno increíble que estaba ocurriendo en Asia: el hecho de que cientos de millones de personas estaban pasando de la miseria a la clase media, con China a la cabeza. Muchas veces la visión negativa del periodismo, esa atracción que tenemos por la desgracia, no me hacía ver con suficiente claridad que también estaban pasando cosas buenas. Llega un momento que cuando todo es malo, lo malo ya no tiene impacto, se convierte en rutina. Es una reflexión que el periodismo debería hacer. Eso haría, además, que las injusticias, la pobreza, los conflictos tuvieran más atención de la gente.

Nos quedamos sin coberturas a profundidad, redacciones, espacios de opinión en castellano en diarios internacionales como el Washington Post y el New York Times y el gremio periodístico no parece ser consciente de la cantidad de derrotas que está acumulando.

Si tú me dijeras: define en una palabra la época que estamos viviendo, utilizaría indiferencia. Lo estamos viendo en todos los sectores. La gente cada vez más, quizá para protegerse, se está alejando de las desgracias ajenas. Y esto vale para conflictos lejanos, desastres naturales que ahora se cubren con un desinterés absoluto. Historias que yo recuerdo que hace 15 o 20 años la atención duraba semanas y ahora, después de dos días, se ha pasado página. Esa indiferencia, por supuesto, afecta al día a día de una profesión como la nuestra, donde se ha desmantelado la estructura de corresponsalías, se han despedido a miles de periodistas muy validos, donde se ha precarizado el trabajo. Si uno se pone a ver en un país como España la seguridad financiera que uno puede obtener haciendo una profesión, el periodismo debe estar muy por debajo de la de conductor, la de camarero. Muchos periodistas no están llegando a fin de mes y están abandonando la profesión. No pueden vivir del periodismo. Y esto es una culpa compartida: de los medios y de unas audiencias que no se dan cuenta de la importancia que tiene en una democracia mantener un periodismo saludable, independiente, financieramente sostenible. Solo cuando lo perdemos la libertad de prensa y la información independiente, nos damos cuenta del daño tan tremendo que eso ocasiona.

Enric González sugería que la revolución pendiente en el periodismo era hacer lo de antes con los recursos de ahora.

Lo que ocurre es que no hemos encontrado todavía esa fórmula para combinar de manera efectiva y rentable la mejor esencia del periodismo con las posibilidades que ofrece la tecnología. Las ventajas son indudables. Por supuesto la tecnología permite que uno pueda ir hoy a la guerra de Ucrania y que pueda hacer una cobertura con video, fotos, con inmediatez y urgencia. Pero esto ha llevado al periodismo a un enloquecimiento en cuanto a los ritmos de trabajo. Tenemos al alcance producir tanto y tan rápido, que empezamos a producir como si fuéramos una fábrica de salchichas. Producimos a una velocidad máxima sin importar la calidad. Sigo creyendo que la tecnología es un aliada, no tiene porque ser una amenaza, pero tiene que ser bien utilizada. Se supone que el periodismo le toma el pulso a los cambios de la sociedad, por lo que no podemos ir en contra de esos cambios. Si la gente joven está en TikTok, habrá que llevar buen periodismo a TikTok. Si nos empeñamos en decir que no, esas audiencias se divorcian y no vuelven. Se puede hacer buen periodismo en un tuit y se puede hacer mal periodismo en tres páginas de un diario.

¿La pérdida de influencia del periodista y del contador de historias tradicional en la sociedad tiene punto de retorno o está condenado a la irrelevancia?

El periodista tradicional ha perdido muchísima influencia porque la audiencia se ha fragmentado. Y sin embargo están emergiendo líderes de opinión y de información en nuevas plataformas que tienen muchísima influencia. A veces me da la sensación de que los que estamos en el periodismo más tradicional no nos damos cuenta de la realidad y vivimos ajenos a los cambios. En vez de adaptarnos a ellos, los miramos con condescendencia y decimos: esto no es periodismo, nosotros hacemos lo auténtico. Y esa posición de prepotencia nos aleja de las audiencias más jóvenes. Es impresionante la media de edad de los programas informativos en televisión o de los principales diarios del país: en todos los casos está por encima de los 60 años. La gente joven no ve televisión, no lee un periódico, no se informa por la radio. Tienen sus propios podcasts, youtubers, gente en la que confía más que en nosotros. Habrá que preguntarse por qué. Hay que ir allí donde ellos están, no pretender que las cosas se han detenido, que el tiempo no avanza, y que ellos un día van a volver al quiosco a comprar el papel. Nosotros no podemos decirle al lector donde se informa; lo que tenemos que hacer es ofrecerle en todas las plataformas el mejor periodismo posible y que ellos elijan. Habrá gente que prefiera el móvil, habrá gente que prefiera el papel. 

Pero sí existe una pérdida importante respecto al ritual social de la lectura, la visita al quiosco y los espacios comunes.

Sí, claro. Pero no podemos vivir en la nostalgia. Yo siento nostalgia de los domingos, de comprar tres diarios con sus suplementos, los dominicales y de que todos leyeran en papel. El País vendía 450 mil ejemplares y El Mundo vendía 350 mil. Hoy El País vende 50 mil, como mucho, y El Mundo debe estar en 30 mil. Ese negocio ha sufrido una debacle. La gente no quiere leernos en papel. No lo vamos a conseguir de ninguna manera. Es engañarse. Es como esa novia que te dejó y te empeñas en volver con ella. Sí, es nostálgico, pero también es nostálgico el tren a vapor y hoy viajamos en trenes de alta velocidad, con los que llegamos de Madrid a Barcelona en dos horas y media. No nos queda más remedio que adaptarnos. Además, estoy convencido de que la calidad del periodismo no tiene porque verse mermada por la tecnología. El New York Times tiene más corresponsales de los que nunca ha tenido en su historia. Son diarios que en su momento, con la llegada de internet, entendieron que la apuesta tenía que ser la calidad. Mientras que la mayoría dijo: uy, vienen malos tiempos, recorto en periodismo, recorto en calidad y entro en un círculo vicioso en el que mi contenido cada vez es peor, voy perdiendo lectores y, en vez de apostar en un momento de incertidumbre por más periodismo, apostaron por menos periodismo. Hoy están pagando esa decisión. 

A cuatro años de distancia de la publicación de El director, un testimonio de valor incalculable sobre la prensa escrita, ¿estás satisfecho con las diversas reacciones que ha generado el libro en el gremio periodístico, en las aulas universitarias y en los lectores en general? 

Estoy muy orgulloso del libro y me lo hacen sentir los estudiante de periodismo que me siguen escribiendo, compañeros de profesión. Orgulloso de haber escogido entre la opción fácil, que era callarme sobre la corrupción que había en mi profesión y sus ataduras e intereses empresariales, políticos, y la opción de revelar todo lo que yo viví como director en El Mundo. Y hoy más que nunca estoy convenido de que fue la decisión adecuada, aunque hubo compañeros que me acusaron de haberlos traicionado. Yo creo que la traición al periodismo y a mi periódico habría sido callar. Los periodistas tenemos la obligación de contar, también, lo nuestro, qué va mal, si no con qué autoridad moral vamos a criticar a los demás. Si somos incapaces de denunciar la corrupción cuando está en nuestras redacciones. El hecho de que el libro esté en su décima edición, que siga funcionando bien, me hace sentir orgullo. Pagué un precio mínimo, casi cómico, en cuanto a censuras, vetos… pero qué es eso comparado con el riesgo que toman periodistas en México cuando escriben de narcotráfico, o los que son encarcelados en Arabia Saudí o en China. Tengo el privilegio de ejercer el periodismo en un sitio como España, que tiene problemas, donde hay presiones, pero donde la consecuencia más grande que tiene hacer bien tu trabajo es que te despidan. Me parece un precio pequeño a pagar por la verdad y por defender una profesión que amo y a la que le debo mucho.

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