Por: Daniela Todd.
Los murmullos taladraban su cabeza con la fuerza de mil infiernos, las voces eran apenas reconocibles, su eco la hacía sentir perdida y nerviosa, necesitaba callar a todos antes de que su mente explotase. El tribunal era un lugar grande y elegante, la luz de las enormes lámparas colgando del techo le daban al ambiente la sensación de estar en un palacio. Era difícil pensar que dentro de ese lugar se habían acusado a personas sin escrúpulos y declarado culpables algunas almas inocentes.
Se preguntó cuántas familias se habían destrozado en aquellos asientos, mientras le daba un sorbo al café le vinieron a la mente las lágrimas derramadas en aquel lugar. De pronto, ya no veía el tribunal como un lugar limpio y elegante, sino que lo consideró una sala de tortura, donde únicamente una persona tenía la capacidad de decidir por encima de lo bueno y lo malo.
Ella acomodó su camisa blanca, perfectamente planchada. Se encontraba de pie en aquel lugar lleno de murmullos; jamás se había sentido tan sola. Volteó a su derecha pero rápidamente apartó su mirada, no estaba lista para ver los ojos del acusado, no aún. Pensó en las declaraciones de todas sus testigos.
—Juré que moriría
—Me arrebató la vida de las manos, pero me dejó viva.
—No queda nada en mi después de él.
De pronto, los murmullos del espacio se vieron amortiguados por la grave voz del juez.
—El tribunal entra en sesión—exclamó—.De pie, por favor.
Los espectadores, el jurado y los abogados, así como el acusado, se pusieron de pie al unísono.
—Tomen asiento.
—Abogada, proceda señorita—el juez clava su mirada en ella y de pronto se siente como si el suelo absorbiese su alma, las personas se veían borrosas y el infinito silencio del tribunal le quemaba por dentro.
Esta guerra la estaba carcomiendo, estaba amenazando con expulsar sus viseras de su cuerpo, por un momento pensó que se rendiría, sus piernas comenzaron a temblar. La abogada pero también víctima.
—Damas y caballeros—comienza a presentar el caso—. Desde tiempos inmemoriales, el culpable ha estado presente en nuestra sociedad, disfrazado entre nosotros, tocando nuestras almas. Es la única cosa que modifica nuestros ideales sin siquiera dar lucha, nada nos asesina con tanto silencio como el amor, nada porta tan bien sus máscaras como él, nadie entierra navajas de frente mientras cubre nuestros ojos con las mismas manos con las que nos hace sangrar.
Hubo un silencio, ella tomó una bocanada de aire y continuó, de pronto se trataba de un asunto personal contra el amor.
—El amor—señala ella refiriéndose a él, aún sin tener la valentía de ver al acusado, su corazón quería ser tan ruidoso como los leones, las palabras ya no querían ser suprimidas en estos intentos de darles cadena perpetua a sus sentimientos. Estaba experimentando un momento de locura pero jamás se había sentido tan cuerda—. Nada nos quiebra ni nos lleva a nuestro propio caos como lo hace el amor. Quien nos pone en el abismo de nuestras emociones y nos señala que podemos volar justo antes de saltar por precipicios, inhala todas nuestras palabras y todavía nos pregunta en qué momento dejamos de respirar. Después de él no queda más que una caída segura seguida de una autodestrucción inminente. El amor nos dice que nunca moriremos pero nos mata. Las promesas proclamadas en su nombre acaban igual de rotas que nuestros huesos y al final del día, es la única guerra perdida en la que permanecemos izando la bandera blanca sin obtener paz a cambio.
Los presentes parecían estar aguantando la respiración, en espera de que el abogado defensor destruyera los argumentos de la mujer.
—Me gustaría llamar a mis testigos al estrado, su señoría—exclama el defensor: el amor.
Una mujer robusta se pone de pie y camina hacia el estrado, jura decir la verdad y la ronda de preguntas comienza.
—¿Qué le hizo el amor? —pregunta el abogado defensor.
—Me devolvió todo cuando lo creía perdido, me hizo respirar de nuevo. Me tomó de la mano y me llevo más lejos de lo que creía llegar. Se volvió mi motor, mi razón de ser. Me acompañó en todas mis batallas y luchó a mi lado.
—Sabemos que hubo dificultades. Todo lo bueno tiene su lado malo pero dígame, ¿alguna vez se llevó a usted misma al final del camino en nombre del acusado?
—No, jamás. Hubo discusiones y caídas pero jamás me hizo desear estar muerta. Todo es cuestión de fortaleza, abogado.
—¡Objeción! —exclama la mujer— La testigo esta tomando una perspectiva subjetiva ante el acusado, para llevar a cabo el juicio es necesario presentar datos objetivos y congruentes.
—Pero su señoría—comienza a reclamar el amor.
—A lugar—dice el juez.
La batalla se estaba haciendo eterna, ella no podía negar que él tenía muy buenos argumentos para defenderse , y ella lo sabía, sabía lo que sentía derramarse y entregarse completamente a él, conocía todos esos sentimientos, pero no conocía nada mejor que la caída.
—El amor no merece, ni debe en ninguna circunstancia condenarse a cadena perpetua. Su señoría, el amor es la única cosa que viene después de la tragedia, es salvación. El amor es hogar, es lo que le da esperanza a los humanos, saca el mejor lado de las personas, las vuelve apasionadas, fuertes. El amor construye puentes que une personas. Nos hace ver la vida de formas diferentes y busca cambiar nuestra perspectiva, nos salva de caídas y cuando caemos nos levanta. El amor es la famosa luz al final del túnel, el hilo que usó Teseo para salir del laberinto. Engloba todas las cosas buenas en tan solo cuatro letras, solo imagine lo grande que es para que en tan poco pueda guardar el mundo en sus manos—aquel fue el último argumento a favor.
Hubo un descanso, se hizo eterno, sus manos no dejaron de sudar en ningún momento y finalmente cuando todos entraron de nuevo al tribunal el juez tenía entre sus manos la hoja que daría el veredicto.
—He recibido el veredicto de esta sesión, paso el documento a la secretaria presente. Que el acusado se ponga de pie—dijo el juez.
Al fin, ella pudo ver quién era el acusado. Cuando lo vio sintió que todas sus extremidades dejaban de pertenecer a su cuerpo. Era ella, ella era la acusada, estaba ahí de pie, devastada, llena de lágrimas, destrozada. Era ella con la misma ropa del día que mató al amor. La estaban acusando, le iban a dar pena de muerte y había sido ella quien se había hundido a sí misma. Quería detenerlo todo pero en ese momento la secretaria comenzó a leer en voz alta, fuerte y claro para todos los presentes.
—Nosotros, el jurado de Nueva Orleáns, Luisiana. Hallamos al acusado, el amor, por el cargo de extraer el alma de las personas y llevarlas a su propia destrucción mediante mentiras y engaños, culpable. Por el cargo de llevarse la esperanza de aquellos que pusieron sus vidas en sus manos, culpable. Por el cargo de destruir familias, culpable—la lista continuaba y el culpable se mostraba estresado, el público comenzó a estallar en lágrimas—. Es decisión de todos—concluyó.
Los alguaciles se dirigieron hacia el acusado, el amor ni siquiera se opuso, no dio lucha, no expresó nada. Ella no podía creer que se había llevado a sí misma a la pena de muerte. Debía ser un error todo esto. Pero cómo no lo vio venir, si el acusado era el amor, era congruente que al ver al amor se viera a sí misma, porque esto era lo que llevábamos dentro, porque cuando mirábamos al amor también nos mirábamos a nosotros mismos, todos lo llevamos tan dentro que hasta se parece a nosotros y la única forma de acabar con el amor era acabar con ella misma.
Sintió empatía por el acusado, habían pasado años desde la última vez que lo había visto como un regalo, como algo magnífico. Sus costillas estaban a punto de crujir de tanta fuga que planeaba su corazón.
Y se llevaron al amor, se lo llevaron para desaparecerlo. Para matarlo, para matarla. Fue ahí cuando su lado humano se apoderó de cada parte de su ser, deseó estar muerta por haber sido una asesina, una mentirosa. ¿Cómo fue posible llegar a este punto de su vida por culpa del amor?
Ella quería culparlo, ponerlo en juicio, matarlo, pero cuando se vio a sí misma en el estrado comprendió todo: matar al amor y salir ilesa ni siquiera era una opción.