Son tiempos en los que fundamentamos la toma de decisiones en la rentabilidad y productividad de las mismas. El crecimiento por el crecimiento y la producción por la producción. El trabajo se sitúa en el centro de la vida y de las políticas públicas estirando su espacio hacia los extremos dejando fuera de lugar a la salud mental, la comunidad, el ocio y hasta los cuidados de uno mismo y del prójimo. Incluso, esa ansia de crecimiento individual se ha conseguido imponer a valores como la amistad o la fraternidad bajo el propósito de alcanzar unos objetivos laborales, económicos o de prestigio personal que posibiliten un ascenso en la escala social. Una promoción individual que permita el acceso a unos bienes de consumo exclusivos cuyo valor se centra en que solo unos pocos pueden tenerlos.
Se ha instalado en el imaginario colectivo la idea de la meritocracia. De este modo, el éxito viene sucedido de una romantización del valor trabajo y un ensanchamiento de la ambición que rara vez porta elementos colectivos o comunitarios. El fracaso también se proyecta como una consecuencia de toma de decisiones individuales no acertadas y, por lo tanto, es responsabilidad del individuo. No importa que los jóvenes estén sobrecualificados, que no puedan emanciparse o que, mayoritariamente, solo encuentren ocupabilidad laboral precaria.
Para ser más concreto, la pérdida de valores sociales aparentemente no productivos han normalizado la competición con tu entorno en lugar de la camaradería. La conversión en un elemento no prioritario el cuidado de las personas dependientes o la definición del valor de la persona por su posición socioeconómica. Bajo estas condiciones comienzo a reflexionar que lo más radical y contestatario que se puede hacer es cuidar y cuidarse. Reivindicar valores no productivos en este sistema: reivindicar el cariño, combatir la soledad, priorizar la salud mental o fomentar las relaciones comunitarias.
Esto último puede ser tratado de hipócrita o utópico. Y es verdad en ambos casos. Es hipócrita porque en la selva actual no existen demasiados caminos para cuidar(se) y relativizar los objetivos de crecimiento individual que corrompen a las personas: la envidia, la competencia tóxica, el individualismo exacerbado. Es hipócrita criticar la posición central del trabajo en una sociedad donde es necesario que ocupe todo el espacio para poder cubrir necesidades básicas o alcanzar objetivos vitales. Es hipócrita criticar las actitudes individualistas porque son, en muchos casos, las únicas que garantizan el ascenso en la escalera social. Y aquí entra la utopía. Es utópico pensar en un mundo donde primen los valores colectivos sobre los individuales. Es demasiado idealista pensar en una sociedad donde el trabajo ocupe una posición secundaria dejando espacio prioritario para las relaciones políticas, culturales, familiares, etc. Es una utopía pensar en un ilusionante mundo sin clases sociales ni clasismo.
Con todo, es urgente definir una utopía. Un objetivo actualmente irrealizable que guíe y abra los caminos hacia los que avanzar. Reflexionar y concluir por qué queremos crecer, cuanto queremos producir, hacia donde crecemos; etc.
Pararse a pensar qué estamos haciendo y para qué lo hacemos.
En mi opinión, urge desplazar al trabajo del centro del imaginario colectivo y de las políticas públicas y colocar en ese lugar a las personas. Esa puede ser nuestra utopía.