«Ese pequeño acto de resistencia, aún adentro de un baño, son de las señales que a mí me permitían decirme “sigo siendo una persona”».
Por: Miguel Balderas
25 de junio de 1978. En pleno centro de Buenos Aires, Graciela Daleo se asomó por el techo retráctil del Peugeot 504 verde que abordó minutos antes. Las calles estaban infestadas de gente celebrando que Argentina, en casa, había sido campeón del mundo.
Todo era felicidad en las calles, menos para Graciela. Por sus mejillas corrían lágrimas y en su garganta había más de un grito ahogado. «Si me pongo a gritar que soy una desaparecida, nadie me va a dar pelota», pensó, mientras compartía el auto con algunos de sus captores.
Graciela estaba presa en la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), el centro de detención más grande que hubo en Argentina durante la dictadura de Videla. Donde momentos antes, el director del campo, Jorge Eduardo Acosta, el “Tigre”, había entrado a los cuartos gritando «¡Ganamos, ganamos!».
Los prisioneros habían vivido los goles argentinos de manera agridulce. Hasta su lugar de encierro se escuchaba el aliento de la gente tras cada gol, pues el Estadio Monumental, donde se jugó la final, estaba a escasas diez cuadras de distancia.
Graciela pertenecía a la Juventud Peronista –le apodaban “Victoria” en el partido–, era de izquierda y marxista. Fue detenida en octubre de 1977, en la estación de subterráneos Acoyte de la Línea A, en Caballito. «Me llamo Graciela Daleo, me secuestran, me van a matar. Avisen a mi papá», gritó, mientras era encapuchada y raptada por miembros de la Junta Militar.
Le sacaron casi toda la ropa –solo le dejaron la camisa–, la ataron de piernas y brazos, y la amenazaron con que le iban a «dar máquina» si no hablaba. Cuando dijo que no tenía nada que decir, la “maquinita” se puso a andar con descargas eléctricas por todo su cuerpo, haciendo especial énfasis en las entrepiernas.
En principio, la torturaron como a otros miles de detenidos, pero logró mantenerse con vida gracias a una máquina de escribir, de la cual era encargada como parte de su trabajo en la Pecera. Aquello eran unos cubículos transparentes donde los prisioneros se asemejaban a los peces, pues eran exhibidos haciendo de esclavos.
A pesar de hacer trabajos forzados en la ESMA, nunca traicionó sus valores y nunca entregó nombres ni nada que pudiera afectar a los Montoneros, otra organización guerrillera a la que pertenecía.
Algunos de los prisioneros, claro que estaban al tanto del Mundial. Incluso platicaban con los militares sobre Kempes, Ardiles, Luque o César Luis Menotti. Sí, el socialista Menotti, que era el entrenador de la selección. Mientras el “Matador” y Bertoni adelantaron en el marcador a la albiceleste, en los tiempos extras de la final, a Graciela se la iba comiendo la ansiedad. No quería que ganara Argentina.
Finalmente el árbitro decretó la finalización del partido y Graciela lo tenía claro: «Si ellos ganaron, nosotros perdimos», pensó. Al poco rato, llegó un militar, dio una lista de prisioneros a los cuales subieron a aquel Peugeot 504 verde. El prefecto Héctor Febres y el suboficial Alberto Mendoza la acompañaban; Graciela se limitó a llorar de rabia, mientras por las calles de la capital había puro júbilo por el campeonato.
El tráfico evitó que la caravana pudiera avanzar del centro de la ciudad, así que dieron la vuelta y condujeron hasta un restaurante en Maipú. Ahí, derechistas e izquierdistas, videlistas y peronistas o peor aún, torturadores y torturados, compartieron una mesa en medio de la algarabía de felicidad provocada por el fútbol.
Graciela estaba atónita. De pronto su encierro en el mundo subterráneo de la ESMA, parecía más sensato que la horrible realidad que estaba viendo afuera. Intentó controlar su cúmulo de emociones para no romperse, otra vez, ante sus captores, pero finalmente la rebasó el sentimiento. Pidió permiso para ir al baño y se encerró con seguro.
En la soledad de aquel cuarto, sacó su labial, se postró frente al espejo y escribió:
Milicos asesinos
Massera asesino
Vivan los Montoneros
«Ese pequeño acto de resistencia, escribiendo las palabras prohibidas, aún adentro de un baño, son de las señales que a mí me permitían decirme “sigo siendo una persona”», dijo tiempo después Graciela, quien sobrevivió a la dictadura y vive en un departamento en Almagro, todavía defendiendo sus ideales y buscando justicia.