El azul liso del cielo era atravesado apenas por dos largas y delgadas nubes rosadas que cubrían el espectro completo que mi ventana dejaba ver, hacia la izquierda y la derecha ese par de líneas horizontales recorrían las alturas a prisa.
Cerré los ojos e intenté dormir, pero me fue imposible, quería mirar otra vez esas vías de aire caliente. Volví a mirar, pero ya no estaban allí, ahora se veían difuminadas, desdibujadas en el horizonte, sin embargo, de cierta forma seguían presentes porque aquel nítido azul tampoco estaba; un tenue morado comenzaba a apropiarse de las últimas luces del día.
De nuevo quise descansar, pero más fue mi curiosidad y cuando volví, tras un par de minutos, a levantar la mirada de mi almohada, no fue necesario asomarme a la ventana, mi cuarto estaba bañado de sutiles luces rosas: aquellas nubes fastuosas de rosa habían sido tragadas por el mar azul, pero en ese intento de borrarlas el cielo se había vuelto las nubes y las nubes el cielo.
Por fin dormí, ahora con la certeza de que de a poco ese color también se perdería conforme las luces de los rascacielos comenzaran a iluminarse: sucedió.
Pensando en ese momento cotidiano creo que no es más que una metáfora, una sinécdoque⎯ en realidad⎯ , de las idas y venidas de las personas, de los gritos y las risas, los llantos y los orgasmos. Así cuando creemos que Funes y Cronos han dejado un lienzo nuevo, resulta que esa hoja en blanco no es nunca blanca.