¿Cómo se dice ‘adiós’ a un hermano?
Recuerdo haberte conocido alrededor de unos veinte años atrás. Aquella noche, una de tantas que le diste ‘aventón’ a Pupis (“nuestra madre”) del trabajo a casa de Cristina, mi abuela, estaba lejos de imaginar nuestra historia.
Poco tiempo después, te convertiste en mi primer jefe. Durante el tiempo que trabajamos juntos, de no ser por algunos protocolos que lo exigían y que detestabas profundamente, jamás diste algún asomo ridículo de autoridad. “Los dos parecen escuincles de quince años”, decía Pupis, mientras comíamos dulces en su oficina y contábamos chistes bobos que sólo a nosotros dos nos causaban gracia.
También recuerdo las idas -religiosamente cuidadas- en cada viernes de quincena a Angelópolis para comer y luego atascarnos de discos en Mix-Up; o a las costillitas de Mazatepec para después regresar al trabajo (‘en chinguiña’, como decías, porque casi siempre se nos hacía tarde) comiendo una paleta de coco o de cajeta. O las dos.
Por supuesto, es imposible olvidar los chorrocientos partidos dominicales en Cholula, Xoxtla, la Ibero e infinidad de campos más, de tierra o de pasto preciosamente recortado, que al final sólo eran un pretexto para comernos una memela de regreso a casa y platicar de tu Cruz Azul y de mi Franja. Nunca conocí -ni creo conocer- un tipo más noble y enamorado del futbol, del verdadero amor al juego; de la risa sincera al fallar un gol cantado y luego, en malabares que sólo tú eras capaz de hacer, mandarla al fondo y gritarme eufórico nuestro acostumbrado grito de guerra: “¡Chingada madre, carnal!”. Luego, te metías la pelota por abajo de la playera simulando estar embarazado. Y por supuesto, te reías.
Recuerdo también que fuiste el primero en enterarte de ese noviazgo que, durante un par de meses, mantuve a escondidas en la oficina: “¿Y ya le dijiste a nuestra madre?”, me preguntabas todos los lunes. “No mames, ¿no? Pues yo le voy a decir”, agregabas, con ese tonito y sonrisa cómplices.
También está aquel día que “nuestra Azzurra” le ganó a Alemania en la semifinal del Mundial de 2006. Fuimos a comer a Chili’s. El partido se había ido a tiempo extra y ya eran cerca de las 4 (hora límite para checar). Pagaste la cuenta, me diste dinero a escondidas por si se me antojaba otra cosa y, sin que nuestra madre se diera cuenta, me dejaste no regresar a la oficina. Por supuesto, mi vale rosa de pago no sufrió descuento alguno. Al contrario, me habías aumentado el sueldo de tu propia bolsa.
Tal vez, mi recuerdo favorito es aquel concierto de Coldplay en el DF. Los gritos de desquiciados que pegamos cuando Chris Martin se nos puso a un par de metros y comenzó a cantar ‘Clocks’ a capela. Fue tanto el éxtasis que, de regreso a Puebla, a bordo de tu New Beetle rojo que aún olía a nuevo y con “Fix you” en loop infinito, cruzando la caseta de San Martín, nos dimos cuenta de tu hazaña: el viaje había durado poco menos de cincuenta minutos. “¡Pinche loco!”, te dije. No tuvimos otra opción que hacer tiempo en unos tacos para disimular tu barbarie. Sobra decirlo: te morías de risa.
Por supuesto, no todo fueron risas. También compartimos momentos de mierda. Porque de eso se trata la amistad; la amistad de hermanos.
La última vez que nos vimos fue uno de ellos. Por cuestión de días, exactamente hace un año. Había fallecido ‘don Bigotes’, como cariñosamente le decías a tu papi. Nos abrazamos y te soltaste a llorar como un niño. Siempre fuiste un niño. Me diste un beso tronadísimo en la mejilla y, entre risas, te disculpaste por llenarme de mocos la camisa. Siempre tu bendita y preciosa sonrisa.
Llevo horas, con esfuerzos y con nuestro Coldplay de fondo, asimilando todo esto. Abro nuestra conversación de WhatsApp y tu último mensaje es un “Te amo, carnalito”.
¿Cómo se dice ‘adiós’ a un hermano? Supongo, justo así.