Foto: Demian García.

Páradais, o el dibujo del origen

Fernanda Melchor hace un dibujo de la violencia y el funcionamiento de uno de sus muchos engranajes: la vulnerabilidad y el desamparo.

Fue esa risa boba, aunada al brío contundente del ron y la agitación en que aquel lugar lo sumía, los que detonaron la furia de Polo. Abrió la boca y por primera vez en presencia del gordo, con los labios entumecidos por la rabia y el alcohol, le espetó lo que verdaderamente pensaba de él y su hazaña ridícula: puras mamadas, puras pinches mamadas. El gordo, que en ese momento bebía de su vaso, tosió nerviosamente. Chale, pinche Polo, ¿cuáles mamadas?, dijo, la sonrisa condescendiente partiendo su rostro mofletudo. Tú te crees muy verga, farfulló Polo, mientras se ponía de pie y arrojaba la colilla que había estado fumando hacia la oscuridad.

Páradais; Fernanda Melchor.

Páradais, de Fernanda Melchor, es la historia de un fraccionamiento de lujo, un espacio fastuoso en el que vive gente adinerada, repleta de lujos y excentricidades a modo, y, por el contrario, rondando el mismo espacio, se encuentran los trabajadores, los que levantan la pluma de la entrada para que entren y salgan los carros del año de los residentes, los guardias de seguridad de las casetas, las sirvientas de los hogares. En esos dos extremos descritos, se encuentra Franco y Polo, un par de adolescentes con vidas disueltas en espacios distintos que, sin embargo, logran congeniar en borracheras luego de conocerse en la fiesta de Micky, un niño consentido, hijo de padre millonario y madre bella, de la que Franco está profundamente obsesionado, y es a Polo a quien le narra sus deseos; y es Polo quien lo escucha por el mero gusto de terminar briago sin importarle más nada porque considera tener una vida desgraciada y nunca quiere llegar a casa. Y los dos se encuentran en sus soledades propias y estrechan lazos en cigarros consumidos y botellas finas, y caras, y otras baratas y rancias pero que igual embriagan y permiten disolver los momentos. 

Conviven en espacios que quizás podrían parecer inverosímiles por ese espacio infinito entre ambos que separa, pero no es así porque la prosa de la también autora de Temporada de huracanes describe, de manera cíclica y sin espacio a la ternura, todas las razones por las que ese par de adolescentes se descubren y se desbordan, y es entonces que pueden cohabitar. Recurre, la autora, a un ir y venir constante, en el que en cada vuelta arroja más recursos y más datos para comprender, sin llegar a hacernos simpatizar con quienes habitan la historia. No hay afinidad con Polo y con Franco, pero sí comprensión.

Fernanda Melchor hace un dibujo de la violencia y el funcionamiento de uno de sus muchos engranajes: la vulnerabilidad y el desamparo. Es la vida de Polo y Franco en un fraccionamiento de lujo, -decía-, sus vidas miserables, repletas de todo para uno y nada para el que se encuentra del otro lado de la mesa; de carencia absoluta, de escapes efímeros y decisiones abruptas, pero que son cruciales e irremediables.

Es también, dentro del mismo dibujo, deseos infames e irreales e inconexos, crudos e insanos; es sentimientos y vidas rotas, abandono y desconocimiento; es también, como parte de ese dibujo y esa descripción, un esbozo, una muestra de la brecha inmedible, ya casi insoportable, de las desigualdades, la precarización y el abandono a la suerte, el miedo. Ese que toca a tu puerta y no huye sino hasta que lo abrazas y te consume o lo evades y termina por arrojarte al vacío más cercano. De cualquier manera, eres parte, víctima, victimario, pieza fundamental.

El hallazgo máximo no es la desgracia que propicia la narración, sino ese origen y su descripción. Pone entonces sobre la mesa no la consecuencia ni el fin, sino los medios, las razones, los motivos propios y ajenos, los pensamientos inevitables y alienados que llevan a maquinar ideas podridas que devienen en espacios inseguros, inhabitables, salvajes, en cárceles propias. Guadalupe Nettel escribe que (Fernanda Melchor) activa, como quien conoce un código enterrado en nuestra memoria, la cadencia primitiva de la lengua”. Esa activación es el conocimiento del origen, ese espacio primigenio y abrumador que no exploramos constantemente por desconocimiento o terror, pero que sabemos que existe: Fernanda Melchor lo nombra y nos hace habitar, durante toda la lectura, ese infierno del que nadie se salva: la realidad.

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