Muerte natural

Cuando se puso hielo en el rostro, dijo: “Dios mío, ya no chingues y mándame el infarto”.

Domínguez se murió en frente de Luis. Su cara cayó directo al plato de sopa que estaba comiendo. El infarto fulminante que le dio echó a perder la comida de todas las personas que almorzaban en la Casa de los Azulejos, en el centro de la Ciudad de México. Los paramédicos que lo metieron a la bolsa negra tampoco mejoraron la atmósfera del lugar.

La gente sentada en las mesas circulares del restaurante trataba de fingir que no volteaba a ver al muerto de la mesa 16. Domínguez era uno de esos ancianos pequeños y delgados, subirlo a la camilla no fue difícil. El cuerpo daba la impresión de que murió en paz, una vez que limpiaron la sopa tarasca de su nariz, frente y ojos, su apariencia era la de alguien dormido.   

El único que no parecía sorprendido era Luis, él tenía 96 años y su difunto compadre, 94. Su edad no era lo único que le quitaba toda la novedad a la muerte, tres de los cuatro amigos que se juntaban a comer en la Casa de Azulejos habían fallecido a causa de un infarto. Los primeros tres murieron en el mismo año, Luis era el único que faltaba. El último sobreviviente sabía que el fin estaba cerca. 

El corazón de Alberto—el primero en infartarse— se detuvo cuando por fin pudo a irse a casa con la mujer que le servía las copas en su cantina favorita. Era una muchachita de 73 años. Llegaron al hogar de Claudia y el nonagenario se tomó una de las pastillas de viagra que siempre traía en su bolsillo derecho. Media hora después, cuando el fármaco empezaba a hacer efecto, cayó muerto sobre la mujer de sus sueños. Fue incómodo para los médicos explicarle a sus hijos qué había terminado con la vida del anciano.

Édgar, el segundo de los amigos en irse de este mundo, se infartó en la sala de espera del consultorio de su cardiólogo. Sucedió un martes en el que muchos decidieron ver el estado de salud de su corazón. Toda persona que se atiende algún asunto cardiotorácico ya va nerviosa al médico, ver a alguien morirse junto a ellos no fue bueno para su inquietud. Los pacientes que vieron a Edgar ese día cambiaron de doctor al poco tiempo. No fuera a ser la de malas.   

“Bueno, seguro ya casi me toca a mí”, pensó Luis al final del entierro de Rafael Domínguez. Siguió con su vida sin mayor preocupación, le agradaba la idea de que le faltaba poco para reunirse con sus amigos otra vez. A su edad, muchos ya no ven la muerte como algo de lo que hay que correr, sino como la próxima etapa del viaje, aunque le duela a los más jóvenes.

Como estaba seguro de que un infarto estaba a la vuelta de la esquina, Luis mandó al carajo todas las precauciones de salud que tomaba antes de la muerte de su amigo ¡Hasta empezó a fumar otra vez! La única cosa de su juventud que quiso retomar, pero no pudo, fue manejar de noche; sus lentes de aumento no hacían mucho por él sin la luz del sol. Tomaba el camión después de las seis de la tarde. 

Un jueves por la noche regresaba de la cantina que le gustaba a Alberto. Por lo general tomaba una siesta en su asiento hasta que abría los ojos por arte de magia poco antes de su parada. Esta vez lo despertó un ruido que nunca es seguido por un rato agradable: “¡Los vamos a molestar con sus carteras, celulares y lo que traigan!”, gritó uno de los dos sujetos que subieron con pistolas al camión. 

“No estaría mal si me infarto ahorita”, se dijo Luis en voz baja. Antes que llegaran a su asiento, sacó su cartera para hacer la transacción lo más rápido posible. Le entregó su billetera al tipo en cuanto se le puso en frente. El asaltante iba a seguir hasta la parte de atrás, pero vio el reloj en la muñeca del anciano. 

—El reloj también, señor— dijo el sujeto, luego de señalarlo con su pistola. 

—No— Respondió Luis. 

Como estaba seguro de que sabía cómo iba a morir, supuso que ese hombre no iba a dispararle. Las personas de los otros asientos se sorprendieron, pero no dijeron nada. Una mujer que iba delante de él comenzó a rezar por el alma del viejo que iba a llegar al cielo en unos momentos. 

—¿Cómo que no, cabrón? — replicó el asaltante antes de poner su arma a unos centímetros de la frente de Luis. 

—Qué valiente, te pones contra un anciano y con una pistola— dijo Luis antes de darle un golpe. 

Lanzó un gancho derecho que le pegó al tipo en el brazo con el que sostenía la pistola. El viejo quería golpearlo en la cara, pero como era de noche y no veía bien, no midió la distancia. El arma voló fuera de la mano del ladrón. Quienes vieron lo que pasó, se olvidaron de toda la situación por la sorpresa que les causó ese puñetazo. 

La mente de Luis estaba en blanco, pero sus ojos muy abiertos gritaban: “¡Puta madre, le pegué al fulano!”; los ojos del criminal exclamaban por su parte: “¡Puta madre, me pegó el viejo!”. La mujer que rezaba por el alma del anciano dejó de hacerlo para quedarse con la boca abierta. El trance en el que se encontraban todos fue interrumpido por el compañero del ladrón desarmado. Golpeó a Luis en la cara con la cacha de su pistola.  

No sintió nada en la ceja hasta que se pasó la mano por el rostro y la vio manchada de rojo. Cuando se dio cuenta de que sangraba, comenzó a sentir el dolor del golpe, fue como si hubiera necesitado un estímulo visual para percatarse de lo que había pasado. “A ver si ya me infarto de una puta vez”, pensó mientras dos personas lo ayudaban a levantarse. Los ladrones bajaron a toda prisa después de que uno agrediera a Luis.

El viejo quería irse a su casa, la pérdida de su cartera no le importaba tanto como el dolor arriba de su ojo izquierdo. Otro pasajero le limpió la cortada de la ceja y una mujer le pidió un taxi. “Eso me pasa por quererme morir, nomás no se me hace”, pensó después de decirle al conductor dónde vivía.

Mientras abría la puerta de su casa, escuchó en la de los vecinos una voz que decía: “Ya regresó”. A la media hora de eso llegó su hija para pedirle una explicación de por qué salía sin decirle a nadie a dónde iba ni a qué hora regresaba. Cuando vio el golpe en la cara de su papá, le dijo con lágrimas en los ojos que tenía que cuidarse, ya que un paseo sin compañía podía ser fatal a su edad, junto con otras cosas que el anciano no se molestó en escuchar con atención. Cuando se puso hielo en el rostro, dijo: “Dios mío, ya no chingues y mándame el infarto”. Murió seis años después. 

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