Una noche cualquiera en Kioto

“¿Qué quieres escuchar?” Volteé a ver a André y me tradujo. Dark side of the moon, dije. Sacó el vinil de por ahí, como si lo tuviera a la mano, levantó la aguja y los latidos de Speak to me empezaron a sonar.

Durante el viaje a Japón pasamos algunos días en Kioto. De la estación en la que paró el Shinkansen (tren bala) fuimos directo al hotel. Estábamos cansados, pero la noche era joven, pensé. Así que salimos por un par de tragos.

Encontramos un bar que parecía bastante amigable. Al entrar al lugar, fue como si me hubiese trasladado a cuento de Murakami. La luz era tenue y las paredes estaban repletas de estantes que albergaban tanto libros como CD’s. Había un piano con un lugar protagónico en aquel espacio, un tanto empolvado pero airoso al ser una pieza fundamental del bar. El gato que dormía en una pila de vinilos me miró con desconfianza, después sentí su aprobación y eventualmente siguió su siesta con cierta indiferencia.

Con música de jazz de fondo, el encargado del bar portaba con estilo unas gafas redondas y una boina negra que dejaba entrever su cabello canoso en cola de caballo. Mientras un cigarrillo se consumía lento en su boca, servía un par de whiskies en las rocas con la frescura de cualquier buen anfitrión que recibe invitados en casa. Mis amigos y yo permanecimos en silencio un largo rato bebiendo un par de chūhais y disfrutando la música. Cada uno en su mundo.

Deambulamos por algunos bares más hasta que fue necesario volver. En el camino nos perdimos en un laberinto que nos llevó a un callejón muy oscuro. La oscuridad hacía resaltar la luz cálida que salía de la ventana de un bar. Los Rolling Stones tocaban de fondo, Paint it, black hacía los honores. Aquí es, pensé. El pequeño espacio sólo permitía lugar a una barra rectangular con cinco sillas altas. Mi novio habla japonés, cosa que rompió el hielo con los dos oficinistas locales quienes ya parecían llevar algunos whiskies encima.

El bar tender, un señor de nombre Yosuke, más o menos en sus cincuenta, movía los dedos pretendiendo tocar la guitarra como si estuviese dando un conciertazo. Nos sirvió un par de tragos sin preguntarnos; acto seguido, se inclinó hacia mí y me dijo: ¿Qué quieres escuchar? Volteé a ver a André y me tradujo. Dark side of the moon, dije. Sacó el vinil de por ahí, como si lo tuviera a la mano, levantó la aguja y los latidos de Speak to me empezaron a sonar.

De nuevo los cuatro extranjeros nos perdimos en la música con conversaciones en japonés de fondo. Atentos a cada detalle. Yosuke siguió con su performance. En ese momento, entendí el mundo literario de ficción de Murakami que no parecía tan alejado a una noche cualquiera en Kioto.

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