Todas las noches seguía la misma ruta. Si de ella dependiera se decidiría por un camino distinto, si de ella dependiera quizá, y solo quizá, daría media vuelta y no volvería ahí. Pero no dependía de ella, o eso es lo que le gustaba creer.
Creía que había un poder superior que guiaba su vida a cada paso, creía que el libre albedrío era una gran mentira que los demás se contaban para pensar que tenían voz en el paso final. Siempre sonreía cuando esa idea rondaba sus pensamiento, y luego se reprimía al darse cuenta que lo estaba haciendo de nuevo, creer en Dios, o tal vez no en Él, pero si en alguna clase de dios; y esa idea le repugnaba.
No, ella quería creer en el destino, pero no por convicción sino porque era más sencillo.
Todas las mañanas se levantaba a las seis, se dirigía a la cocina y preparaba de desayunar. Su rutina cambiaba únicamente en la elección de su desayuno y, aún así, tenía menúes específicos para cada día. Después preparaba su baño y se tardaba exactamente diez minutos, no más, no menos; tenía alarma para ello. A las siete y media terminaba de arreglarse, un vestido distinto dependiendo de su humor, o quizá pantalón (en caso de que hiciera frío). Y a las ocho salía de su casa y se dirigía al trabajo. Siempre el mismo camino, la misma cantidad de camiones y luego ocho cuadras hasta la oficina.
Y sus días eran grises y tediosos detrás del monitor de su computadora. En ocasiones se daba permiso de soñar despierta en los diez minutos que se permitía de descanso después de comer, aquel era el único momento en que ella creía encontrar la libertad. Y en sus sueños se imaginaba nuevas vidas, o vidas distintas. A veces, cuando no sabía que más imaginar, se imaginaba el vacío, la nada, la inexistencia, y se dejaba llevar por ella tan lejos como su alarma se lo permitiera; entonces volvía a trabajar.
Una vez soñó que era feliz. Soñó que sus padres eran los mismos, que sus hermanas tenían la misma vida pero ella, de alguna manera, era feliz. Soñó que sus padres no le habían llenado la cabeza de mierda y de depresión, que no le habían retacado sus problemas, que en silencio la habían amado, la habían besado y que ella existía en la misma realidad pero ahí era feliz. Esa vez sonrió. ¡Karina! -le gritó su madre mientras salía de casa-, te esperamos para la cena, ve con cuidado. Te amo.
Ese ni siquiera era su nombre, pero sonrió y se llenó de amor y deseo. Voló lejos con esa idea en su cabeza y tocó el cielo. Luego regresó a su realidad. El monitor la recibió brillando sus pixeles para llamar su atención. Aquel nombre le resultaba desconocido ¿Por qué habré pensado en él?, se preguntó, y siguió trabajando.
Todas las noches seguía la misma ruta y llegaba a casa antes del anochecer. Nadie la recibía. Siempre ordenaba una pizza, comida china o, si sentía que era mucho, pedía ensalada, y luego se ponía a comerla mientras pedaleaba una bicicleta estática que tenía montada en la sala, a la izquierda del televisor. Ahí se quedaba hasta pasada una hora. Después se bañaba otra vez: cinco minutos, no más, no menos.
No salía con nadie, no bailaba, no veía películas, no leía. Solo tenía dos formas de entretenerse: veía el televisor mientras hacía su ejercicio del día, y escuchaba música; y a pesar de que ella no consideraba esto último un entretenimiento, la música estaba presente todo el día, nunca se quitaba los audífonos, ni siquiera para ver televisión.
Un día, al despertar decidió que intentaría elegir, cambiar un poco y creer que era libre de escoger su pripio camino. Desayunó algo diferente, del menú de otro día. Se permitió cinco minutos más en la regadera y salió cinco minutos tarde. Permitió que el camión la acercara más hasta la puerta de su oficina. Cuando terminó de comer se regaló quince minutos y escogió el recuerdo que la había hecho sonreir. Luego siguió trabajando y se sorpredió sonriendo hasta que terminó el día.
Al salir del trabajo decidió que haría algo que siempre había querido hacer y se encaminó al mirador. No tenía que desviarse, le quedaba de paso en el trayecto, así que subió al camión y viajó de regreso pero esta vez no siguió de largo y le pidió parada al conductor, que la miró con sorpresa y no dijo nada antes de detenerse y dejarla bajar.
La ciudad era hermosa. Había crecido entre cerros y los había cubierto casi en su totalidad hasta parecer un desierto de dunas luminosas que retaban a las estrellas en lo alto. El cielo negro se difuminaba en un borde naranja en el horizonte de la ciudad iluminada, misma que terminaba ahí donde el bosque le había impedido seguir creciendo en lo lejano del tiempo, a la izquierda de su campo de visión.
Recordó su sueño, (esa noche tenía permitido hacerlo otra vez) y sonrió ampliamente. Me pregunto, dijo al viento sin importarle si alguien la escuchaba, si acaso olvidara, si todo volviera a comenzar ¿sería feliz como esa mujer que era yo misma?
Besó la idea, la amó y se casó con ella. Vio la ciudad una vez más y pidió una respuesta a aquel dios en quien no creía. Y volvió a casa a pedalear su bicicleta. Se bañó igual que todas las noches, se alistó para el día siguiente y se echó a la cama. Admiró el techo antes de dormir, recordó su día y lo dulce que había sido salir de la rutina, quizá lo volvería a intentar algún otro día. Luego cerró los ojos y durmió.
Una lobotomía y después tendrás que recordar tu vida; entonces todos te llamarán por tu nombre, Karina.
Esa noche no soñó más: tenía una respuesta. No la recordaría al despertar.