Toda revolución es poética o no es revolución. Toda poética es violencia, es arte y puño o no es poética.
El 31 de marzo de 1962, justo cuando cumplió 35 años, César Estrada Chávez renunció a la famosa CSO, la Organización de Servicio Comunitario, a la que llegó gracias a la admiración que sintió por Fred Ross, un activista laboral que pretendió una profunda revolución laboral en Estados Unidos. En la CSO, Chávez demostró que tenía habilidades políticas. Entendió que la política es una función social y que las ideas (superestructuras, diría Marx) solamente pueden tener trascendencia en el interés social. Se dio cuenta que la lucha a favor de los derechos de los trabajadores chicanos no sólo era de vital, sino urgente en la conformación del nuevo orden del trabajo en la Unión Americana; que la futura vida de la Nación de la Libertad solamente podía ser posible con el reconocimiento de los derechos de las minorías latinas, sobre todo la mexicana. Días después de aquél último día de marzo se mudó con su familia -había nacido en el Valle de Gila, cerca de Yuma, Arizona, en el seno de una familia pobre y de migrantes mexicanos, conducida por su padre, Librado, curioso nombre, quien le llevó a los campos de explotación cuando era pequeño- a Délano, para fundar Asociación Nacional de Trabajadores del Campo (la NFWA, como dicen los diarios, por sus siglas en inglés), que un poco más tarde, con la llegada de los trabajadores filipinos se convertiría en el Sindicato de Trabajadores Agrícolas (UFW).
Dice Matthiew Berry que nada nuevo sucede en la vida de los hombres después de los seis años. A Chávez lo grande de la vida le sucedió entre los diez y lo quince.
No le gustó la escuela. Dicen los que lo conocieron que le molestaba que se impartiera sólo en inglés, cuando él estaba acostumbrado a hablar sólo en español. Abandonó los estudios en el octavo grado con más aburrimiento que lecturas. Comenzó entonces una carrera autodidacta que cambiaría radicalmente el destino de millones de seres humanos. De algún clásico aprendió una cosa: el hombre es animal político, pero, antes que eso, es un animal social. Chávez se propuso llevar el bien común hasta las clases sociales menos favorecidas de la sociedad americana: “Si somos sinceros, debemos reconocer que nuestra vida es la única que nos pertenece realmente –dijo. Por ello la forma cómo la empleamos revela que clase de hombre somos. Pero la fe más profunda me dice que encontramos la vida solamente si entregamos nuestra propia vida. Estoy persuadido que el testimonio más auténtico del valor del hombre, la expresión más convincente de la virilidad es el sacrificarnos nosotros mismos por los otros en la lucha no violenta por la justicia”. La acción política de Chávez se fomentó con una conducta ante un hecho imborrable: su padre sufrió un grave accidente, cuando él tenía 15 años, que lo obligó a hacerse cargo del nada fácil papel de encargado de su familia…
Dice Hannah Arendt que mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, “revelan activamente su única y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano, mientras que su identidad física se presenta bajo la forma única del cuerpo y el sonido de la voz, sin necesidad de ninguna actividad propia”. Dice Arendt que en el descubrimiento del “quien”, en contradicción con al “qué” es alguien está implícito todo lo que ese alguien dice y hace. Un “quien” es aquel que se presenta tan claro e inconfundible a los demás. Y ese “quien” puede permanecer oculto para la propia persona.
Es difícil encontrar ese “quien” que sea la acción y el discurso de una generación de hombres. Es asombroso encontrar un “quien” que se comunique casi inmediatamente con otro “quien” con el que comparta la misión histórica y casi el mismo nombre. Pero, ¿acaso la historia no es un museo de asombros?
Tres meses después de que César Estrada Chávez fundara la Asociación Nacional de Trabajadores del Campo, el 12 de julio de ese 1962, nació en Ciudad Obregón (no muy lejos de Yuma) Julio César Chávez, el hombre que haría del puño un arte y una revolución, primero mexicana, luego chicana, luego latinoamericana.
El padre de Julio César no fue campesino, como Librado. Fue ferrocarrilero, y se llamó Rodolfo Chávez. Le llamaron El Güero. A Julio también la escuela le fue imposible, no por el idioma, sino porque sí. También fue uno de muchos hijos; siete niños y tres niñas. No tuvo que esperar mucho, después del doloroso parto, para conocer al gran rival de su infancia: la pobreza. La vida de los hombres está determinada por el sentimiento que tienen en el momento en que ven la primera luz. Unos nacieron cuando pasó por ellos un momento de tranquilidad, fueron encantadores y simpáticos, actores o artistas; otros, cuando transitaron por un pasaje de satisfacción, fueron pacíficos y elocuentes, tal vez oradores o misioneros; otros, como Chávez, vinieron al mundo cuando pasaron por un trance de rencor e inconformidad, fue boxeador, contra sombras, contra espejos y contra el mundo entero, revolucionó para siempre la manera de llevar a cabo ese rencor, ese arte, esa poética, esa violencia pura a la que otros llaman boxeo. El Güero y su familia Chávez Gómez se mudaron a Culiacán cuando Julio tuvo apenas tres años, es decir, nada.
Julio César no conoció, ni en lecturas, a San Francisco de Asís o al Mahatma Gandhi, como César Chávez. Tampoco fue asistido por alguien como el padre McDonnel para introducirse en las bondades del alma, del cristianismo y el bien común. Pero llevó en la sangre la inconformidad, la rebeldía del no, como la llama Albert Camus. El resentimiento siempre tiene razones para manifestarse. Es el menos gratuito de los vicios humanos. Julio César compartió cuarto con sus hermanos; sus hermanas ocuparon el otro. Los padres durmieron en la sala. Cuando un hombre cree que está demás en el mundo, inventa otro en donde él es todo el mundo y el mundo, lo de menos. Chavez escuchó la intimidad de sus carnales, los ronquidos, las primeros sueños eróticos y las primeras experiencias egoístas. A veces, también, los rounds a oscuras de sus padres. En su otro mundo hubo riquezas, mujeres y joyas, hartas joyas. En ese planeta infantil, creado como medio de evasión, fue famoso, de alguna manera borrosa, famoso. Así fueron los años lejanos que no volvieron, para bien o para mal.
César Estrada Chávez coincidió en el tiempo con otras revoluciones, la poética estuvo en todas partes, en la lucha civil por la igualdad de los negros en Estados Unidos; en la Cuba de Fidel; en los discursos y las acciones de Bobby Kennedy, asesinado poco después de Luther King, en 1968, el mismo 68 del Mayo Francés, de la Primavera de Praga y Tlatelolco. Pensó, acaso, en una frase de Lenin: “Sí, pero toda revolución es autoritaria”. Se asumió como autoridad, como voz cantante. Desde niño fue sensible. Las voces por la igualdad se le quedaron grabadas en la memoria como principios básicos de comportamiento, de conducta. “La política es una función social” repitió. Leyó, también, a Marx y a Engels. Idealizó a Zapata. Pero sobre todo, agotó La Democracia en América, de Tocqueville. Y luego hizo trabajo de base, de acción. Habló con los campesinos del homo faber (el hombre que produce). Les contó de Benjamín Franklin, uno de los cuatro hombres que firmaron el Acta de Independencia de los Estados Unidos. “Ese caballero llamó al hombre el fabricante de útiles”, les dijo. “Y nosotros tenemos las manos para hacer cosas útiles”, les explicó. Les dijo además que, como campesinos, manos de obra, debían unirse para mejorar sus salarios y sus precarias condiciones de trabajo. Que debían organizarse para lograr por fin un contrato colectivo con derechos laborales elementales. Trabajó en ello noche y día como si entrenara para la gran pelea de su vida, como el boxeador que se desgasta en el gimnasio para enfrentar diez o veinte años de carrera, largos asaltos, sin interrupciones ni descansos. La Asociación Nacional de Trabajadores del Campo, con el águila como emblema, se convirtió en su templo y en su credo. César Chávez no tuvo negocios, como el personaje de Brecht, tampoco ambicionó fama, joyas, o mujeres, como los sueños del niño Julio César Chávez. Adoptó una conducta austera. Por lo tanto, muy violenta. En ese 1968, se declaró en huelga de hambre durante 25 días para impedir la violencia entre sus seguidores. Las revoluciones son autoritarias, repitió. Y la de Gandhi, en la India, además de autoritaria, fue pacífica. En 1972, mientras Julio César escuchó la adolescencia de sus hermanos, César Estrada realizó otra huelga de hambre, esa vez en protesta por una ley de Arizona que impidió el derecho de los campesinos para formar un sindicato. “La vida es esclavitud sin la virtud que sabe cómo morir”, escribió Platón, en La República. Chávez pensó que la Revolución era una suma de grandes actos y maravillosas palabras. Y la mayor palabra era el silencio, el hambre de palabras.
“La Revolución es permanente”, escribió Trotsky, apoyado en Marx. Nada hay más permanente que la vida de un boxeador. Y todo, todo, es a final de cuentas un asunto de voluntad: “Lo importante es querer. Querer es ser capaz. Eso es lo que siempre me ha distinguido de otros peleadores mucho más talentosos. Yo se qué es lo que quiero y siempre quiero más, más. Estoy peleando por una familia. Soy como una esponja que absorbe los problemas de ellos. Ese rol me ha dado muchas preocupaciones, pero me ha hecho madurar. Me ha estabilizado. Me ha hecho lo que soy”, dijo un día Julio César juntándose un poco con el discurso de su casi homónimo. Toda Revolución es, a final de cuentas, un puño levantado.
Dijo Lenin que la Revolución debe mantener su propio centro de poder. El centro de poder de Julio César no fue la paz ni la el samaritanismo, como César Chávez. Fue el golpe demoledor y un maravilloso estilo, como el de ninguno. Debutó el 2 de mayo de 1980 ante Andrés Félix, en Culiacán. Ganó por nocaut. Rencor es destino. Desde ese día hasta el 29 de enero de 1994, ganó todas sus peleas. Es decir, aunque decir no es fácil sin exclamación: 90 peleas oficiales, cosa que nadie logró hasta ahora en la historia del boxeo profesional. Esas 90 peleas representaron, entre otras cosas, cinco títulos mundiales: Súper pluma, Ligero, Súper Ligero, Welter Ligero y Súper Ligero. Dice Walter Benjamin que lo poetizado está constituido de acuerdo con la ley fundamental del organismo artístico. Julio César Chávez creó una nueva forma de la poética en un país lleno de poetas: introdujo el puño, y no la letra, en el lenguaje romántico de la oquedad del cuadrilátero.
En Julio César Chávez, con todo lo que él representa, estuvo condensada la lucha chicana por la igualdad ante Estados Unidos, qué se le rinde, y ante el mundo entero, que se levanta para verlo pasar. Debutó en Los Ángeles en 1983, ante Adriano Arreola, al que venció por puntos a diez rounds. Para entonces, Fernando Valenzuela, el extraordinario abridor del Dodgers, nacido en Etchoguaquila, también Sonora, logró levantar la Ferdandonamía, al vencer, en la Serie Mundial del 81, a los Yanquis de Nueva York, en seis juegos. Valenzuela, Cy Young y Novato del Año de la Liga Nacional, lanzó el tercero de la serie ante Dave Riguetti, también Novato del Año de la Liga Americana. Valenzuela fue la avanzada del hombre que operaría la Revolución chicana en el resto de los ochenta. Fue allí, en Los Ángeles, en donde Julio César logró su primer campeonato mundial, el súper pluma, ante Mario “Azabache” Martínez, el 13 de septiembre de 1984, al vencerlo por nocaut en el octavo. A partir de ese día, Julio César Chávez se dio cuenta que los sueños a veces son premoniciones: se vio famoso y con dinero suficiente para pagarse el sueño eterno. La casa de dos cuartos, el hacinamiento, las largas noches de ruidos extraños se perdieron para siempre, no los recordaría nunca, como si hubieran sucedido en una vida anterior a la anterior. Lo que estuvo por delante fue la otra cara de la medalla: el prestigio, el poder de convocatoria para una comunidad de mexicanos que necesitaba un nuevo ídolo para soportar la persecución de la patrulla fronteriza. Julio César Chávez fue nuevo símbolo de identidad chicana, sin otra violencia que la poética del puño. Chávez fue un artista, un aura. Dice Benjamin que el aura es la irreparable aparición de una lejanía. Los dos Chávez buscaron aproximarse a esa lejanía y, en la aproximación, fueron dos apariciones, entretejidas entre el tiempo y el espacio, para una comunidad alejada de todo lo que fue cercano, la familia, los hijos, la comida, los amigos, la querencia de la tierra. El derecho laboral, en uno; el juego de culto y fe, en otro. Ambos Chávez dan piso, centro de poder, fortaleza y creencia a una comunidad desprovista de respaldo legal y estatal. Julio César Chávez no sólo logró concentrar en la arena a esos desprotegidos, hizo que las altas jerarquías del boxeo y del deporte americano se rindieran ante él, “El Gran Campeón Mexicano”, como lo llamaron con veneración. Estados Unidos no conoció en muchos años, muchos años, una figura tan entera, tan ufana, como la de Julio. No fue un peso pesado, pero tenía tanto peso en el mercado como el más fuerte de los campeones de la máxima división. Le llamaron el mejor kilo por kilo de su época. Y lo fue.
En 1988, veinte días después de que Julio acabará en Inglewood con Vernon Buchanan en otra de sus exitosas defensas del peso ligero, por nocaut en el tercero, y dos meses antes de que se enfrentara a José Luis Ramírez por la unificación del cetro del Consejo y la Asociación Mundial de Boxeo, el 21 de agosto de ese año, 1988, César Chávez terminó su última huelga de hambre, ese opercot del silencio. “Ayuno para la vida”, la llamó. Fue la más larga y la más demoledora. Duró 36 días. Cesar Estrada Chávez tenía 61 años y cinco meses, edad fatigada y provechosa. Jesse Jackson, el reverendo que reforzó la acción política a favor de la igualdad de la raza negra en Estados Unidos, iniciada por muchos antes que é, como Malcom X y Luther King, continuó el ayuno dejado por César Chávez. También él había logrado juntar a grandes figuras en su afán por el contrato colectivo de los trabajadores del campo. Se les unieron: Martin Sheen, el fabuloso actor de Apocalipsis Now; Kerry Kennedy, hija de Bob Kennedy; el reverendo Joseph Lowery, luchador incansable de los derechos civiles y quien veinte años después daría un discurso en la toma de posesión del primer presente negro de la historia de los Estados Unidos, Barak Hussein Obama II; Peter Chacón, uno de los primeros legisladores latinos en California, elegido a la Cámara Baja en 1970, como demócrata de San Diego; los actores Edward Olmos, Julie Carmen, Danny Glover y Woopie Goldberg y la cantante Carly Simon.
Mientras Julio César Chávez ganaba todas sus peleas y conquistaba título tras título, César Estrada Chávez utilizaba sus últimos días en la defensa de otros cinturones. Se trataba de los campesinos que boicotearon los productos de la Bruce Church Inc. Chávez intentó dejar en claro ante la corte que a los agricultores les asistía la razón jurídica en el caso. “Murió defendiendo la Primera Enmienda, que nos da el derecho de hablar a nuestro favor”, dijo días después Arturo Rodríguez, sucesor de Chávez en la presidencia de la UFW. En 1996 la Bruce Church Inc firmó un contrato con los trabajadores de la UFW.
El 23 de abril de 1993 (dos meses después de la multitudinaria pelea de Julio César ante Greg Haugen, en el Estadio Azteca, ante más de 110 mil personas) César Estrada Chávez murió mientras soñaba tranquilamente sobre la vida. La vida es sueño y la muerte, muerte es. 40 mil personas acompañaron al día siguiente el féretro sencillo de un hombre sencillo, un hombre que utilizó el boicot (acaso el más violento de los medios y el más contundente de los fines) como forma de protesta contra los abusos de los dueños de las compañías vitivinícolas; un hombre que se esforzó para que los hijos de los chicanos recibieran educación; para que los agricultores del país más rico del mundo recibieran un poco de la comida que producían; para que tuvieran derecho a la organización y la acción política; para que los trabajadores tuvieran derechos laborales y jornadas de trabajo bien remuneradas; el hombre que convirtió el “Sí, se puede” en un lema inquebrantable de aliento social, un “Sí se puede” que años después Barak Obama convertiría en el Yes, we can (Sí, podemos), como grito de campaña rumbo a Casa Blanca. El 8 de agosto de 1994, Bill Clinton entregó a la viuda de Chávez la Medalla de la Libertad. Y el 18 de agosto de 2000, Greg Davis, gobernador de California, declaró el 31 de marzo, el día del natalicio de César Estrada Chávez, como día festivo en el estado. Su lucha no terminó aún.
¿Cuanto dura la eternidad? Se preguntaron muchos cuando repararon en que Julio César ganaba y ganaba y ganaba. Cuando vieron su cara limpia y su cuerpo duro como el ferrocarril. ¿Cuánto dura la eternidad? Insistieron. La eternidad dura ocho segundos, respondió alguien. Ocho segundos, insistió.
Ya habían sucedido once rounds, dos minutos y 36 segundos de la pelea. Fue el 17 de mayo de 1990, en Las Vegas. Meldrick Taylor ganaba descaradamente en los papeles de los jueces. Parecía el final del Emperador. El César de los Césares. En una maquina de escribir un reportero pareció escribir las mismas palabras que Cicerón tributó al otro Julio César: “Ese estilo contenido, diáfano y distinguido, por no decir noble…” Y luego pareció citar las de Cornelio Neponte: “Ese vocabulario de golpes tan variado y a la vez tan preciso…” Y estuvo a punto de escribir: “ha llegado a su fin…” cuando el César demostró que la conquista de la Unión Americana eran tan épica como la César Chávez o como la de Las Galias de aquel grande romano. Roma no se acabará mientras quede algún Julio César en el mundo, pareció decir la historia, el museo de asombros. 24 segundos antes del final del combate, Chávez heroico conectó un derechazo directo a la mandíbula de Taylor, quien se descompuso irremediablemente. Luego vinieron un izquierdazo, un derechazo y un mustio intercambio. Luego un sutil y contunde opercot. Y luego, cuando el reloj indicó 16 segundos para el final, un derechazo contundente que liquidó definitivamente a Taylor. La eternidad duró ocho segundos, que no, no han terminado aún. Esos ocho segundos serán vistos por muchas generaciones siguientes a ésta. Cuando el milenio acabe, cuando la humanidad acabe, cuando todo sea, esos ocho segundos seguirán vigentes: son la poshistoria del boxeo mexicano, indudablemente.
Chávez ganó y ganó. Devastó el lugar. Edwin Rosario, caído; Pernell Withaker, empate; Roger Mayweather, caído; José Luis Ramírez, caído; Kyung Duk Ahn, caído. Todos caídos en la construcción del más grande, del mejor de todos los tiempos del ballet nacional de las cuerdas. Los negocios del Señor Julio César crecieron. Aquel sueño de riquezas se quedó corto, tuvo mucho más de lo que el más generoso de los sueños le permitió imaginar. Muchísimo más. Fue una marca registrada de la historia; patrimonio cultural del derechazo. Todos se juntaron: presidentes, empresarios, cantantes, actores, escritores, intelectuales, la mafia. Todos buscaron una foto, una firma, una copa con el máximo de los Césares. Brecth hace decir a Spicer en Los Negocios del Señor Julio César: “Considerar el triunfo como un simple circo es tener una idea falsa de él. Es simplemente una manera de conseguir crédito”. Chávez entonces tuvo todo el saldo de la fama. Era el Gran Crédito. Pero costó mucho el precio del dinero. Llegó la depresión.
La devaluación comenzó en 1990, sin que él se diera cuenta. Al Gran Crédito hay que darle todas las fichas hasta que no le quede ninguna. La televisión dejó de transmitir en directo y de manera abierta las peleas del campeón de campeones. La idea falsa del triunfo se convirtió en circo. En circo restringido. Si César Estrada Chávez buscaba la llegada de los campesinos a la esfera de lo público; los hombres del negocio que controlaban a Chavez buscaron reducir sus hazañas a la círculo de lo privado. Y de lo privativo. Con la pelea ante Héctor “Macho” Camacho, Chávez dejó de ser todos para ser de unos cuantos. Las grandes élites exprimieron la mercancía Chávez al máximo. Hicieron que produjera más mercancía, más dinero, y más dinero. El boxeo mexicano se estrenó en una arena nueva, reducida a la televisión de suscripción. Las masas fueron marginadas de la Revolución de los puños. Toda Revolución es autoritaria, repitió Lenin. La idea mercantil fomentó el consumo de la paga por la televisión y el consumo en bares y cantinas, lugares que “pasaron” las funciones estelares del boxeo internacional. El pueblo, en pleno salinismo, vio como se reducía la canasta básica, en la que ya tampoco hubo funciones sabatinas. El resto de carrera de Chávez es un eco para el respetable. Sólo eco. No vivo. Chávez, quien logró darle categoría a los mexico-americanos, no percutió de la misma manera entre los mexicanos, que asistieron, desde entonces, a su carrera de oídas. Contra la idea empresarial no hubo defensa. El boxeo se quebró desde lo más alto, desde lo más grande, desde el momento sublime de la historia.
En 1994, Julio César Chávez perdió lo invicto ante Frankie Randall en el octavo de una pelea llevada a cabo el 29 de enero en Las Vegas. Esa noche perdió el cinturón de los ligeros, que recuperó en mayo de ese año ante el mismo Randall. Siguió ganando, siguió consiguiendo crédito. La Secretaría de Hacienda comenzó a presionarlo sobre una supuesta evasión fiscal. Algunas de sus amistades lo pusieron entre las cuerdas. Dura fue la caída. Su matrimonio se quebró. Los que antes callaron, comenzaron a hablar. Chávez vivió el descrédito de los fariseos, que antes le aventaron palmas. El 18 de septiembre de 1988, también en Las Vegas, perdió, otra vez en el octavo, ante Oscar de la Hoya. Ni cielo ni tierra tuvieron paz esa noche, jugando con Shakespeare.
Los idus de marzo llegaron en verano.
El final formal del la Revolución del puño se produjo el 29 de julio del 2000, veinte años después del comienzo. Chávez cayó noqueado en el sexto ante Kostya Tszyu, en Phoenix, no muy lejos de Yuma. Todo volvió a Arizona. Un reportero pudo escribir las palabras del César desde Shakespeare:
“Me podría mover si fuera como tú: si supiese rogar para conmover, los ruegos me conmoverían: pero soy tan constante como la Estrella Polar, que no tiene en el firmamento pareja de su condición bien fija e inamovible. Los cielos están pintados de innumerables centellas: todas son de fuego, y cada cual brilla: pero sólo hay una entre todas que permanece en su sitio. Así en el mundo: está bien provisto de hombres, y los hombres son carne y hueso, y comprenden; pero en todo número, conozco sólo uno que mantenga su rango inconmovible, sin agitarse con el movimiento: ese soy yo”. Pudo terminar el párrafo: “El César ha muerto…”
Y luego escribir un epitafio:
“Y luego dijo…¿Tú también…hijo?”