Desde el balcón de mi antigua casa tenía una vista completa sobre todo el barrio. Desde allí arriba podía vigilarlo todo y a todos. Una postal en la que los colores de las cortinas de los edificios de enfrente eran lo único que rompía la oleada constante de grises. El gris de los bloques de cemento, el gris del campo de fútbol, el gris de las antenas parabólicas, el gris de un cielo triste y cansado. Aunque el barrio era como cualquier gueto deprimente de cualquier gran metrópoli europea, nosotros vivíamos en una casa enorme con todo tipo de lujos y privilegios. Mesas de mármol, estuco veneciano, obras de artistas famosos, esculturas de animales en oro, pantallas gigantes, coches de alta gama, sistema de vigilancia, joyas y un montón de dinero en efectivo. Tenía dos hombres las veinticuatro horas del día y de la noche protegiendo la entrada de mi casa. Protegiéndome a mí y a mi familia, mi esposa y mi hijo. Para ellos siempre he estado dispuesto a hacer todo lo que haga falta. También había otro grupo de hombres vigilando el barrio. Entradas y salidas de coches, los clientes y todos los problemas derivados de un negocio como el que gestionaba yo entonces. Tenía tanto dinero que podría haberme comprado una isla para vivir allí tranquilamente el resto de mis días. Podría haberme retirado antes de cumplir los cuarenta años, dejándole una herencia tan grande a mi hijo que no habría necesitado trabajar ni un solo día en toda su vida.
Pero no lo hice. No lo hice simplemente porque quería siempre más. Más pasta, más poder, más coches, más cosas doradas… O quizás por miedo a acabar como una persona normal. De los que trabajan de nueve a cinco, de los que pagan impuestos, de los que el fin de semana miran el partido en casa y que los jueves juegan una pachanguita con sus amigos o con los compañeros del curro. Aunque lo teníamos todo, realmente teníamos una vida nefasta. Mi mujer se pasaba el día sola en casa. Llegó un momento en el que hasta ir a la peluquería para ella podría haber sido peligroso y un riesgo innecesario. Mi hijo no tenía amigos, sus compañeros de colegio ni siquiera le invitaban a sus fiestas de cumpleaños por llevar mi apellido. Un apellido que daba miedo a mucha gente. Yo no tenía nunca un día libre. Cuando eres un boss no puedes descansar. No puedes tomarte vacaciones. No puedes ni siquiera disfrutar de lo que tienes. Con el corazón temblando cada vez que sonaba el timbre de mi casa, cada vez que llegaba una carta, cada vez que mi mujer o mi abogado me llamaban por teléfono, cada vez que veía una cara desconocida mirarme fijamente durante más de cinco segundos, cada vez que un coche nos seguía por más de dos manzanas, cada vez que veía el telediario o leía el periodico…
Fue por todo eso que hace unos años tomé la decisión que cambió mi vida. Que cambió la vida de mi familia. Mi verdadera familia de sangre. Los únicos que siempre quise incondicionalmente. Mi mujer y mi hijo. Me entregué a las autoridades y exigí protección a cambio de contarle todo lo que sabía acerca de los negocios de la mala vida en la ciudad. Y con lo que yo sabía, se podía escribir un maldito libro. Y así fue. Mil quinientas páginas de sumario. Casi tres años de juicio. Más de ciento cincuenta detenidos. Mala gente. Infames como yo. Hombres que habían llevado a cabo actos abominables. Personas que se definen a sí mismos como hombres honrados cuando no hay nada de honor en lo que hacen. Y yo, eso lo sé muy bien, porqué he sido como ellos durante buena parte de mi vida.
Con el plan de protección, nos dieron a mi familia y a mi unas nuevas identidades, nuevos domicilios, una nueva vida. Busqué un trabajo normal, cuarenta horas semanales cumpliendo las órdenes de un jefe. Al principio me costó acostumbrarme a todo esto. Me resultaba extraño hacer lo que me decían, que algún capullo me mandara a mi, que antes mandaba sobre un grupo de decenas de hombres. Yo era el que decidía quien vivía y quién moría al final del día. Y ahora solo podía decidir qué almorzar en el curro o si ir hasta allí en coche o en bus.
Sin embargo, ahora que ya llevamos unos años viviendo en este pueblo perdido en el medio de la nada, me he dado cuenta que un hombre no necesita ni poder, ni dinero, ni cosas materiales para encontrar la felicidad. Me he dado cuenta que lo único que necesito para estar bien es el cariño y el amor de mis seres queridos. Ahora, por fin, puedo conciliar el sueño por la noche, puedo dormir tranquilo. Sin que la culpabilidad y los remordimientos me vayan a visitar en la oscuridad. Sé que, con toda probabilidad, por ahí haya gente buscándome para que pague mis cuentas. Sinceramente, no creo que conseguirán encontrarme aquí, ya que estamos en el culo del mundo y muy lejos de cualquier sitio donde haya un mínimo de actividad criminal. Pero, si algún día me encuentran, me pillarán con una sonrisa en los labios. La sonrisa de un hombre libre que ya no le teme a la muerte, porque por fin descubrió lo que es realmente la vida.