Al caer la tarde, la vieja terraza del Café de France rebosa de clientes locales, turistas, vendedores y limpiabotas, huele a frituras, humo, hierbabuena y hachís y es la mejor atalaya para contemplar la ruidosa muchedumbre que invade la plaza de la Djemaa el Fna, pegada a los zocos de la Medina de Marrakech, un escenario cotidiano en el cual, durante todo el día y hasta bien entrada la noche, se funden puestos de comida, tatuadores, aguadores ataviados de rojo, encantadores de serpientes, músicos, curanderos, adivinos, equilibristas y locuaces narradores de historias contadas en dariya, el habla coloquial de Marruecos, o en amazigh, el idioma autóctono del país que después de siglos de estigmatización por parte de la clase dirigente arabizada —la primera penetración de tribus arabófonas data del siglo VII, seguida de nuevas oleadas en los siglos XI y XVI— está recuperando un justo reconocimiento y su presencia en escuelas, radio, televisión y publicaciones escritas.
Basta con observar el aspecto de la concurrencia apiñada entorno a los recitadores para identificar a quienes declaman sus cuentos y sus poemas en lengua amazigh, porque en su ruedo abundan los oyentes de semblante atezado e indumentaria de campesinos de la montaña, pendientes del bardo que desgrana y conserva las joyas de su rica tradición oral.
Situada en medio de dos esferas culturales distintas y complementarias, Marrakech actúa como una enorme bisagra que articula el universo amazigh, asentado en los valles del Atlas y en todo el Gran Sur sahariano, con la sede histórica del sultanato y el poder del Majzén, hoy en manos de la monarquía alauita. En el lado amazigh, encaramada en las cumbres de la cordillera, la maltrecha kasbah de Telouet recuerda el apoyo de las poderosa tribus comandadas por Thami el Glaoui a la instauración del protectorado francés y, en el opuesto, el entramado de plazas y callejuelas intramuros de la Medina, junto al barrio judío, los palacios imperiales, santuarios, soberbios jardines y la imponente mezquita de la Kutubia muestran la vocación urbana de sus fundadores y los cimientos del actual Estado marroquí.
Marrakech constituye una metáfora reveladora de la diversidad cultural del país y de las distintas velocidades que caracterizan la inserción de cada colectivo en su futuro, sumándole el aporte de no pocos extranjeros que quisieron dejar de serlo para integrarse sin reservas en la ciudad y convertirla en el motor de su obra creativa.
Texto originalmente publicado en La Marrakech de Juan Goytisolo.