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Crónicas

Acuarela del Caribe

Caribeño él mismo, el escritor y periodista Rubén Cortés nos entrega en exclusiva este relato inédito de autoficción, en el que el narrador navega un bote en un punto sutil y sublime del Caribe mexicano, que describe como «un país de agua». El autor desliza pincelazos conmovedores sobre la «generación de cristal», las amistades fallidas y el sexo de las tortugas.

Vi el yate con los binoculares, unos Vortex Diamondback HD 10×42, fabricados para mirar aves de ribera, pero que también funcionaban para observar mar adentro. El yate flotaba sobre las olas color verde pálido del Caribe mexicano, donde el verano resoplaba y se fermentaba en el aliento de las tres de la tarde. Debía de estar a unos siete kilómetros, que es, por la circunferencia del planeta, lo más que se alcanza a ver con prismáticos hasta la línea del horizonte, desde un bote tiburonero de cercanías, como el que yo navegaba. El bote medía 25 pies de eslora y le habían quitado el techo, para que no se atorasen la red y el palangre: llevaba motor Yamaha de 40 caballos fuera de borda. Tenía eje corto y caña de timón, construido con fibra de vidrio. Yo estaba pescando con anzuelo y sedal y había capturado una docena de peces: boquinete, pargo, cabrilla. Algunos pescados todavía saltaban vivos entre el hielo, y contra las paredes y la tapa de la nevera azul Coleman, de plástico, donde los iba echando.

Pasado un rato, supe que el yate había avanzado, porque el aire empezó a traer ecos de un reguetón de Bad Bunny, o quizá de Mike Tower. Tenía el bote al pairo y seguí pescando, hasta que escuché muy cerca el gruñido de batalla de Bad Bunny: «Ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey» y la tonada de «si tu novio no te mama el culo pa’ eso que no mame, baja pa’ casa que yo te lamo toa’, mami, yo te lamo toa’, baja pa’ casa que yo te rompo toa’, ey, que yo te rompo toa‘».

Entonces lo observé con atención. Parecía un hermoso pájaro de plata, y su onda de proa se abría paso contra el flanco izquierdo del bote, en una espesa estría que no cesaba. Me aterré porque, vista desde un bote casi a ras de mar, a unos 15 metros de distancia, la onda de proa de un yate cuatro veces más grande parecía un tsunami. El bamboleo del agua ya me había metido en problemas, pero a quien llevaba el timón del yate no le interesaba, o aún no le daba importancia al hecho de que podía hacerme naufragar. Miré hacía arriba y vi en la cubierta, de unos 100 pies, a un puñado de chicas y chicos veinteañeros en trajes de baño, que cabrioleaban con vasos y botellas en las manos, al ritmo de la música. En ese momento, aquel grupo, con su reguetón a todo gas y su  desentendimiento del mundo, negado a participar de manera afectiva en una realidad ajena, representaba a una generación narcisista y carente de empatía, para la que todo resultaba efímero, y cuya vida social se desarrollaba principalmente en las redes sociales, o en escapes de la realidad como botar sobre el piso de un barco, mientras su ola de proa casi hundía a uno más pequeño.

Solté el carrete en la línea de crujía, agarré la caña del timón y enfilé la proa contra la onda. Encendí el motor, pero sin acelerar, sólo para darle fuerza al tiburonero y que la quilla se levantara al máximo para evitar que entrara agua por estribor y babor. Los pescadores le llamaban a esa maniobra «brincar la ola». Era como sostener un caballo en dos patas, porque el bucle de agua que venía sin pausas era casi incontenible. El que llevaba el yate, finalmente entendió el peligro en que me tenía y aumentó la velocidad para alejarse. Los muchachos dejaron de bailar y se recostaron a la baranda, con sus celulares en las manos para grabar el momento en que, seguramente, daban por hecho que me iría al fondo del mar.

Del equipo de sonido salía ahora la voz nasal de Mike Tower: «Le puse las piernas como las puertas de un Lambo, y cuando yo le estoy dando, siempre acelerando skrr-skrr; la tengo arrodillada y no es por ti que ella está orando». Resultaba curioso que la generación del MeToo y la revolución de las mujeres, tuviera como icono musical un ritmo que las trataba como objetos sexuales y con una violencia verbal frenética. Pero enloquecían con Bad Bunny y su «hoy me levanté sonámbulo, soñando que estaba azotándote ese culo»; con Anuel y «si andas chucky, te da pa’ este culo (bien rico), te lo voy a dar, pero pa’ que lo rompa’ duro, ese culo, primero te lo lamo y después te lo rompo duro brrr, brrr». Bad Bunny era el cantante más escuchado del planeta en todas las plataformas musicales que ellos consumían como galletas: Apple Music, Spotify, iTunes, YouTube, Shazam y Deezer. Los psicólogos habían perdido el norte con aquella generación, a la cual todavía no entendían. La filósofa española Monserrat Nebrera la había llamado «Generación de cristal» y utilizaba ese cuño para referirse a los nacidos después del año 2000. El vocablo «cristal» era para explicar que resultaban más sensibles ante los problemas sociales, y muy críticos contra la sociedad de consumo. Sin embargo, sus canciones de culto, las de Bad Bunny, Mike Tower, Anuel, Farruco, Maluma, Tangana o Chencho Corleone, ensalzaban el estilo de vida capitalista del fasto y el oropel: los coches de alta gama, playas en Bahamas, asientos reservados en el VIP, vuelos sin escala directo a Madrid, cenas en Milán y noches en Berlín; las joyas de oro, prendas y diamantes, ropa y zapatos de marca, como Gucci, Ferragamo, Versace, Loius Vuitton, Prada, Dolce&Gabanna . «Nena tú naciste pa’ vivir así», cantaba Tangana.

Ya más adelantado el yate, su onda se juntó con su estela y la unión de ambas corrientes se convirtió en una masa de agua lenta y pesada. El golpe daba de lleno contra la roda del tiburonero que, entre todas las embarcaciones pequeñas, es la que tiene la proa más alta, lo cual su virtud a la hora de brincar la ola. El yate se fue con su música a otra parte. Pero seguí pensando en la porción que llevaba encima de la «Generación de cristal» y que ya habría subido a las redes sociales los videos del tiburonero a punto de naufragar con el «Ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey, ey» de Bad Bunny como fondo musical. Imaginé que, buena parte de aquella camada de muchachos, eran infelices debido a la crianza que le habían dado sus padres, nacidos en los sesentas y los setentas. Porque crecieron escuchando de éstos que se lo habían dado todo y, por tanto, esperaban todo de ellos. Con tal carga arriba, resultaba casi irremediable que muchos fueran desdichados si, al final, las cosas terminaban torciéndose. Las personas suelen pedir sacrificios a aquellas a quienes les entregan sus esperanzas. El problema estaba en que, los padres de inicios del siglo veintiuno, habían apostado por el control de la felicidad de sus hijos, y el resultado había sido un fiasco absoluto. Porque la felicidad forma parte del libre albedrío, y no tiene nada que ver con la cantidad de atención, o de amor, que se profese por alguien.

EL REGRESO. Apagué el motor y volví a tirar los sedales. Me sentía a gusto a pleno sol. Por fin había vuelto. Una semana atrás, al atardecer, estaba del otro lado del estrecho, tirándole granos de maíz a los gallos del patio, cuando sentí el impulso de volver. Así, sin más. Y aquí estaba, desde la tarde noche anterior, de nuevo en mi otra casa. Había estado esperando la aurora para salir, como en otra época, a dar un paseo entre el cielo y el mar. El solsticio de verano había llegado a las cinco y siete minutos de la madrugada. Faltaba exactamente una hora para que el sol empezara a ascender desde la isla grande. La silueta parda del tiburonero se columpiaba en la orilla, empujada por los últimos arrimones de la pleamar, que empezaba a menguar después de su brega diaria de 12 horas, 25 minutos y 14 segundos. El bote se llamaba Chabela y estaba amarrado al tronco de jabín que yo había clavado en la arena hacía 10 años. En las noches más densas, la corteza fisurada de aquel palo oscuro todavía expedía efluvios de miel. Los mayas de la isla utilizaban la miel de las flores del árbol de jabín para endulzar el pozole y sanar resfriados, dolores de garganta, quemaduras y cortaduras. El bote flotaba sobre una masa de sargazo. Lo sabía porque, en la penumbra, se veían los destellos luminiscentes de los caparazones de los cangrejos pequeños que se movían para comerse a los seres más pequeños que quedaban atrapados en la maraña de algas. El bote era propiedad de un conocido de mi amigo Fabián, que trabajaba en la cooperativa camaronera de la isla. Aquello nunca me dejaba de fascinar del Caribe mexicano: siempre había un amigo, que tenía un amigo, que te prestaba un bote.

Era una cualidad casi exclusiva del Caribe, que tenía una idiosincrasia propia, porque el Caribe era un país de agua. En tierra firme, la amistad era intransitable, si no tenías para pagarla. En la amistad, se necesitaba algo para canjear, especialmente en un medio pragmático y copado de imaginación como el intelectual, donde los cambios de casaca o de opinión, se podían argumentar de manera brillante, según el cristal con que se mirase. Ahora, yo no tenía nada para canjear, y no existía la amistad desinteresada. Un escritor, periodista y presentador de TV, quien siempre había sido cálido y cercano, se hizo el desentendido para no escribir tres líneas que había pedido la editorial sobre mi próxima entrega. Otro también se negó, aunque éste no me provocaba pesar alguno, porque no era cálido ni cercano. Sin embargo, yo le había conseguido publicidad para su revista, que estaba en crisis económica, porque el gobierno federal le había cerrado la llave de las pautas publicitarias. Incluso, un texto mío que publicó gratis, había sido el segundo más leído del año.

Yo había arribado a la isla al atardecer, en el último horario del ferry que venía del continente. Hacía cinco años que no visitaba la isla y pensé que el retorno me llenaría de júbilo, pero lo que sentí fue una profunda melancolía, un abatimiento como de crepúsculo de invierno. Me bajé en la terminal marítima y, por inercia, tomé la alameda y doblé a la izquierda en un camino franqueado por una fila de casuarinas a cada lado. Entré a la casa de Sandra por el pasillo exterior, que daba al cobertizo de los avíos de pesca. Allí estaba la bicicleta, como si hubiera sido apenas ayer que la había dejado, recostada al casco de un bote a medio calafatear. Se notaba que Sandra la usaba a menudo, porque las llantas estaban duras. Dentro de la casa, se encendió el foco de la cocina, pero no entré a saludar. La caída de la tarde era el momento de ellos para estar en familia, y aquella era una familia hermosa. Su vínculo eran el goce mutuo, el respeto, la alegría de verse; y no necesariamente el vínculo de la sangre.

Até la mochila a la parrilla, y salí pedaleando, veloz, para llegar con algo de luz del día a la cabaña, en el extremo sur de la isla. La cabaña era más bien una casamata de adobe y techo bajo de tejas, que los abuelos de Sandra habían abandonado dos décadas atrás para instalarse en la residencia en forma, que construyeron en la aldea con el dinero de muchos años de la venta de pescados, moluscos y crustáceos. La teníamos en tiempos compartidos varios amigos y amigas. Cada quien aportaba algo de mobiliario, a lo largo de los años. Yo había pagado la instalación del sistema de riego, para las orquídeas del soportal. Pero en realidad la cabaña se mantenía en pie gracias a Sandra. Y a la idea de cimentación de sus abuelos, quienes la recostaron a la pared de un escarpado que daba la espalda a los vientos que traía el mar. Era una fortaleza que decía adiós a los ciclones mas fieros. En 2005, el huracán Vilma había destruido el Caribe mexicano durante 72 horas de lluvias torrenciales y vientos de hasta 300 kilómetros por hora, con muertos, heridos  y millones de dólares en pérdidas. Pero la choza aguantó a Vilma sin lamentos. Tomé la llave del dintel. Adentro todo estaba casi igual que hacía cinco años, salvo una barra que ahora dividía la cocina del comedor, y que servía también para sentarse a comer. Tenía como adorno, en el centro, una fuente de mimbre con un montón de estrellas de mar encima. Acomodé el equipaje y saqué una botella de ron Pilar,  que fabricaba la Hemingway Rum Company en Cayo Hueso. Se llamaba Pilar por el yate que había tenido Hemingway en Cojimar, y con el que pescaba en la Corriente del Golfo. Me serví un trago. Era un buen ron. Tenía poco tiempo de conocerlo. Mi hermana me había regalado una botella que encontró entre las cosas que no llegaban a consumir los clientes de un condominio de Airbnb, que ella regenteaba en el sur de la Florida. Me gustó tanto, que empecé a ir a cada rato a comprar Pilar a Cayo Hueso. Tenía un sabor suave, a vainilla o a almendras tostadas, aunque era destilado en barriles del potente whiskey Straight Bourbon del número cuatro.

Sandra tenía bien abastecido el refrigerador, y me preparé un sándwich de jamón serrano. Metí en una bolsa de zacate la botella de Pilar, un caballito de talavera de Puebla, que tenía conmigo desde 1993; una docena de limones, sal, aceite, un bol plástico, un bote de un litro de agua, un colador y una caja de galletas saladas. Acomodé el paquete junto a la charola del montón de estrellas, para llevármelo al amanecer. Me fui temprano a la cama y, ahora, estaba esperando a que clareara un poco para salir en el Chabela a dar un paseo, y hacerme con unos boquinetes para preparar ceviche.

SEXO PARA TORTUGAS. Sentí hambre después de la brega con el yate de la «generación de cristal». Estaba cerca de la isla más pequeña y me aproximé por el lado sur, donde se encuentra el arrecife. Tiré el grampín lejos de la costa. En los botes tiburoneros, es mejor usar un grampín que usar ancla, porque aquel se agarra a las piedras con sus cinco garfios de hierro, y es muy fácil levarlo. Tiene dos cabos, uno que termina en la grampa, y otro que acaba en una uña, también de metal. Su mecanismo de destrabe funciona como el de las dos poleas, que se mueven a la vez, para abrir y cerrar una persiana.

Busqué el cuchillo en la bujeta de herramientas para  sajar los pescados. En la caja, había un papel arrugado y lo abrí por curiosidad. Era un volante de la cooperativa, escrito a mano, con crayola negra:

Buen día, les ofrecemos lo más fresco en pescado entero o a su gusto (filete, postas, etc) al igual que camarones 31/35, 51/60, 16/20 y U12, pulpo, calamar, atún ahumado. Gracias.

Descamé, destripé y descabecé dos boquinetes como de 150 gramos cada uno. Dejé caer los restos en el agua y enseguida escuché el aleteo de los peces vivos, que venían a comer de los muertos. Piqué la masa en cubos pequeños y los puse en el bol. Corté seis limones, y rocié el jugo sobre el pescado. Le espolvoree sal de manera generosa, y lo dejé dormir un rato. Había señal telefónica, así que me serví un caballito de Pilar, y husmee en Twitter hasta que la masa del bol empezó a burbujear, y a ponerse muy blanca por la acción del ácido. Lo filtré todo en el colador, por la borda, para que el zumo cayera al agua. Prefiero el ceviche seco. Salpiqué la masa con un chorro de aceite. Me comí casi todo el bol, con galletas, acabé el bote de agua, y vertí las sobras del ceviche en el mar. Enjuagué el bol en las olas.

Me inquieté porque las fragatas estaban volando sobre las nubes, y eso era presagio de lluvia, porque las fragatas mueren si sus plumas llegan a mojarse. Vuelan hasta una semana sin descanso. No saben caminar y tampoco saben nadar. Sólo pueden emprender vuelo dejándose caer desde un acantilado, o un árbol alto para, en el descenso libre, ganar velocidad y, así, poder despegar. Por eso sus alas extendidas llegan a medir dos metros; y su cola está abierta en forma de uve: de ahí su sobrenombre de rabihorcados. Alcé el grampín, arranqué el motor, y me fui de allí.

Hacia el golfo, el cielo se empezó a enrojecer por la puesta del sol. En el mar, el ocaso es un momento muy agradable, porque la temperatura del agua se iguala con la de la tierra y corre la brisa del alisio. Iba a acelerar para llegar a la cabaña con la luz del día, pero divisé a unos 20 metros una sombra oscilante. Eran dos tortugas apareándose, abrazadas entre las olas, una encima de la otra. La imagen estaba recortada al fondo por el perfil verde de las palmeras de la isla, y sombreada por una campana de cielo dorado. Les tomé un largo video con el teléfono. En el acto sexual de las tortugas, el macho se sujeta con las uñas a los bordes del caparazón de la hembra, para evitar que las olas lo derriben, mientras dobla su larga cola por debajo del caparazón de la hembra para copular.

En Cuba, que ahora estaba a espaldas del tiburonero, unos 200 kilómetros al noroeste en línea recta, los pescadores decían que, durante el sexo, la caguama hembra saca un espolón de sus extrañas y lo clava en el canto del carapacho del macho, para sujetarlo, y que la corriente no lo arrastre mientras la penetra. En Cuba es usual la zoofilia, entre los adolescentes y jóvenes del campo y de las ciudades del interior, siempre con vacas, puercas, chivas y yeguas. Pero entre los pescadores hay una leyenda sobre el supuesto garfio sexual de las caguamas. Cuentan que dos muchachos se encontraron una caguama volcada en la orilla de la playa. La caguama es la tortuga más grande entre las que habitan en Cuba y alcanza hasta un metro de largo y 135 kilogramos de peso. Entonces uno de ellos fue al pueblo a buscar una carretilla para poder cargarla y trasladarla; mientras el otro se quedó a vigilar que la presa no escapase. Al estar el quelonio patas arriba, se veía que era hembra y mostraba el sexo abierto. Por el aspecto rosáceo y lúbrico de la vulva, por los latidos de los labios vaginales, todo indicaba que pasaba por la etapa de celo. El que se había quedado de oteador no pudo resistir la tentación y penetró a la caguama. Cuando su compañero llegó con el carretón, lo vio muerto,  desangrado sobre la arena. La caguama lo había rajado con el garfio, cuando se sintió penetrada. Así en el mar como en la tierra, la tortuga hembra no quería que el macho se le escapara.

El sexo de las tortugas obsesiona a los cubanos. Los pescadores dicen que el macho de la tortuga carey posee el miembro viril más poderoso y resistente del mundo, porque permanece una semana copulando con la hembra sin parar. Aun estando la especie en veda perpetua y rigurosa, los pescadores se las ingenian para cazar los machos y extraerle el rabo para venderlo como un poderoso afrodisiaco. Es un pene extensible de formidable desarrollo, liso y de coloración oscura. Después de desecarlo, hay que poner la puntita a quemar en el fuego. Luego de debe de raspar el carboncillo y echar las virutas en el café o el ron, y beberse la mezcla.

Empezó a relampaguear hacia la isla grande, pero ya yo estaba por atracar en la cabaña. A unos metros de la orilla, puse el motor al ralentí hasta que el casco chocó con la argamasa de sargazos. Apagué la máquina, y agarré el cabo para amarrar el bote en el jabín. Enlacé la soga al tronco. El agua me daba a las rodillas. Recogí la bolsa de zacate y la nevera Coleman, y me encaminé a la cabaña. Desde la franja de arena, en la penumbra bondadosa del anochecer, divisé en el pórtico un contorno suave como de guitarra. Detecté unas gráciles curvas que se movían de manera casi imperceptible, y luego vi los cabellos sueltos movidos por el viento. Entonces escuché su risa cristalina, que era una promesa de amor del bueno que vendría en la noche húmeda.

Aquello tampoco me dejaba de fascinar de aquel país de agua: siempre había una novia esperando tu vuelta.

Rubén Cortés (Pinar del Río, Cuba, 18 de enero de 1964) es periodista y narrador. Graduado de periodismo por la Universidad de La Habana. Radica en la Ciudad de México desde 1995. Ha sido corresponsal de guerra. Es autor de seis libros con la editorial Cal y Arena, entre ellos Crónicas de guerra; Nueve meses en la eternidad y Cuba sin ti. La editorial Purgante prepara su próxima entrega: Cuarteles de invierno. Ha sido director de los periódicos La Razón de México y ContraRéplica. Es autor de la columna política diaria Canela Fina.

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