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Cormac McCarthy y el fin de los tiempos

Hoy es uno de los días más tristes. The sunset limited lleva un nuevo pasajero a bordo. Ha muerto Cormac McCarthy, un escritor de legado portentoso.

Lo primero que me viene a la mente tras leer la noticia, es la crónica de su última aventura literaria: las novelas conexas El pasajero (2022) y Stella Maris (2022), el largo tiempo que tardó en escribirlas, las expectativas superadas, pero, sobre todo, la suerte que tuvimos de alcanzar a verlas publicadas. 

McCarthy esperó hasta el final para sumergirse en uno de los tópicos que más le interesaban: la ciencia. Poco le quedaba a su obra por abarcar, aunque en realidad se centró en diseccionar el alma humana en su más profunda y cruda naturaleza. Durante su carrera literaria exploró la nueva voz del legado de Faulkner y su obsesión por las fronteras sureñas, los paisajes desérticos y la predisposición de la violencia.

Al final supo reinventarse por última vez y, con gran luminosidad, desarrolló una ficción bilateral sobre su pasión por la física y las matemáticas. Siguiendo el pulso de la Gran Novela Americana a diferentes niveles y de diferentes maneras, explicó como nadie el estado físico y espiritual de un país y su sempiterno paso sociocultural. 

Desde El guardián en el vergel (1965) hasta Suttree (1979), Cormac McCarthy, siempre con prosa barroca, siguió los pasos de sus protagonistas, en su totalidad hombres decadentes hundidos en su condición americana del más insondable gótico sureño. 

Luego llegó la que, y estando de acuerdo con la mayoría de sus lectores, se convirtió en su obra maestra: Meridiano de sangre (1985), y con ella el personaje del juez Holden, descrito de la mejor manera en un cuasisoliloquio del capítulo XIV de la novela: “Todo aquello que existe, dijo. Todo cuanto existe sin yo saberlo existe sin mi aquiescencia”. La poética de la brutalidad humana, atravesando su prodigiosa descripción de los paisajes, acompasan la que sin duda es una de las novelas más importantes del siglo XX. 

McCarthy dialogó de inmediato con su meridiano sangriento con la trilogía de la frontera, siguiendo con el mismo escenario pletórico de caballos, aunque con la elipsis de varias décadas. Dos primeras novelas independientes (Todos los hermosos caballos [1992] y En la frontera [1994] que terminan entrelazándose en su tercera entrega Ciudades de la llanura [1998]) y que suponen las obras más luminosas del autor, aunque no exentas de la sordidez en su lenguaje y la esencia de un mundo despiadado.

El vuelco más significativo en la escritura de McCarthy se dio con sus dos siguientes obras: No es país para viejos (2005) y La carretera (2006), sus dos más conocidas y comerciales novelas. Ambas exitosamente adaptadas al cine.  

Volviendo al año pasado y a la publicación de los que quedarán en la historia de los tiempos como sus testimonios finales, McCarthy al fin desata la que podría ser la mayor de sus conclusiones: el fin de los tiempos de una raza que ni siquiera se da cuenta de ello. El humano superado por la ciencia que ontológicamente nunca puede alcanzar a entender del todo. Aunque los escenarios de El pasajero y Stella Maris no tengan la literalidad apocalíptica de La carretera, el aire que se respira en ambas novelas es de un desasosiego solitario y profundo ante un eminente especicidio (muy probablemente nuclear), tal vez por eso la tensión se centra en las armas atómicas y la figura de Oppenheimer entre las sombras.

McCarthy también se inmiscuye en la que podría ser una metafórica extinción que va de lo global a lo individual con el personaje protagónico de Stella Maris: una joven matemática que sufre de una esquizofrenia crónica y que ve su mundo desquebrajarse sin una consciencia plena de que ello está sucediendo. Me parece muy poético que la culminación de la obra mccarthiana llegue a un final en un paralelismo del fin de los tiempos. Una conclusión de su innegable nihilismo metafísico y su visión filosófica de la condición humana.

La leyenda de McCarthy, alimentada por su personaje encriptado, quedará eternamente plasmada en el peso de ser uno de los autores más influyentes de su tiempo. En abanderar la figura del gran narrador americano junto a sus contemporáneos Pynchon, DeLillo y Roth, y por ser un innegable emisario del aliento del mismo William Faulkner, siendo el único capaz de revitalizarlo originalmente y seguir su estirpe con el vigor necesario.   

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