Nancy es cruda, seca: un guamazo que tumba los dientes y quita el aire. Como si eso fuese posible. Es posible. Nancy es un gancho a la mandíbula y un rodillazo en el tórax. Todo al mismo tiempo. Es una historia de dolor, incomprensión, juventud y migración. El dolor ante la migración. La migración, también, obligada: noche y día en desvencijadas camionetas que cruzan la frontera por el desierto. Estamos llegando. Nunca llegamos, pero siempre estamos llegando.
Bruno Lloret es chileno, y encuentra a través de Nancy, su novela, una multiplicidad de voces que demuestra una vez más esa teoría lanzada por Roberto Bolaño que dicta que la novela tradicional, de voz neutra, de narración alejada de la historia, está muerta. O, al menos, vetusta. Lloret arriesga incluso con el estilo, infundiendo en el lector cierta inquietud a través de esos taches que nos permiten recuperar el aliento que no va a volver. Que se fue. Que se llevó Nancy.
Nancy es, sobre todo, pérdida. Dharma Books relanza la novela publicada en 2016 en medio de una pandemia que no ofrece salidas –terminemos con aquel lugar común que dice que saldremos más fuertes y concentrémonos nomás en salir, como si eso fuese poco- y tras la cual estaremos –ya lo estamos- más golpeados, más débiles. Nancy es, también, cambio. Recuerdo Sostiene Pereira, novela de Antonio Tabucchi cuyo protagonista, Pereira, comprende tarde que nunca es tarde; el personaje, anciano, goza una resignificación de sí mismo y su manera de comprender el mundo. Diríamos que Nancy es, entonces, esa transformación y mutación personal a la cual la pandemia también nos ha orillado.
“Mientras más lejos camines de casa, más caminarás de vuelta”, dice el proverbio mormón que funge como epígrafe y da arranque a la historia. Caminar es volver, aunque de ninguna forma es regresar al mismo sitio. Es volver con un pasado a cuestas. Lo sabe Lloret, se entiende en Nancy.