Superviviente, sí; maldita sea.
Nunca me cansaré de celebrarlo.Lágrimas de mármol; Joaquín Sabina.
Qué difícil me resulta escribir sobre Joaquín Sabina bajo el contexto de su despedida. Debí haber escrito algo más como qué difícil me resulta despedirme de Joaquín Sabina, pero no quiero llorar tan pronto. Peces de ciudad es una canción que cambió mi forma de entender la vida; años después, crucé París con tal de conocer la Gare d’Austerlitz; años después, supe que también era la canción favorita de mi hermano; años después, supe que la mujer de mi vida era la mujer de mi vida cuando le vi tatuada en el torso el estribillo de la canción. Joaquín Sabina es el beetle gris de mi papá; horno ambulante de asientos rasposos. Es, también, un póster en el estudio de mi mamá que matizaba en cursivas el sustantivo condiós. Es, también, tres biografías que devoré en la preparatoria. Es muchas cosas, es mi infancia y mi adultez: no se pierde, no se queda, no se difumina.
Soy muy malo para las despedidas: cuando Cruz Azul dejó el Estadio Azul decidí no acudir al duelo último. Me despedí en el penúltimo: lejos de la histeria, ante unos desahuciados Lobos de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Hoy me arrepiento, por supuesto, como siempre que uno toma decisiones tan estúpidas. Acaricié una butaca por última vez aquella tarde buscando sinceridad, autenticidad o alguna tontería parecida; renuncié a la serenata masiva que el pueblo cementero le dio al inmueble quince días después ante Monarcas. Esta vez, tomando también una decisión extraña (aunque, diría, mucho más sensata), mi novia y yo decidimos despedirnos de él en Guadalajara.
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Para hablar de Joaquín Sabina resulta necesario establecer que, más allá de cualquier cosa, es un personaje. Fernando León de Aranoa, en aquel titánico documental maquinado durante casi veinte años, Sintiéndolo Mucho (2022), decide utilizar un testimonio de Joaquín como pistoletazo de salida donde, palabras más, palabras menos, el cantante establece su bombín, claro homenaje a Charles Chaplin y el cine mudo, como el elemento que separa al artista del hombre que camina por la calle. Sabina no se parece al Charly García que se prendió fuego a sí mismo; tampoco al Fito Páez cuya veta cotidiana e histeria artística resulta indisociable. Sabina no es, ni siquiera, el Serrat intachable y lúcido cuya voz tiembla sin quebrarse y cuyas reflexiones serpentean sin divagar. Es otra cosa: sabe reírse de sí mismo porque sabe que, en el fondo, se está riendo de una creación artística. Tiene algo de actor, algo de impostor, algo de mentira y algo de verdad. Es, sin embargo, autobiográfico, aunque se carcajea siempre que le preguntan si la historia de Pacto de Caballeros realmente ocurrió como la cuenta. Te pareces al Sabina, ése que canta. Él también se parece, al menos un poco, a sí mismo.
La historia de Joaquín Sabina es de dominio público y está repleta de giros bizarros, surrealistas y absurdos. Nació en Úbeda, Jaén, en Andalucía; un lugar donde, en sus palabras, no sucedía nada. Era hijo de un policía al que se le endilgó en algún momento la tarea de detenerlo por temas conspirativos. Huyó a Londres, donde consiguió asilo político y comenzó a cantar en calles, bares y pubs. Se enamoró, se desenamoró. Cuenta que cierto día George Harrison le entregó cinco libras; algunas veces ha dicho que lo gastó todo en cerveza; otras, que aún conserva el billete. Volvió a España; se instaló en Madrid. Se enamoró, se desenamoró y se enamoró de nuevo.
Pienso en Bruce Springsteen: la otra columna sobre la que se edifican mis gustos musicales. El leit-motiv de Springsteen siempre ha girado en torno a la huida: salir de casa, escaparse. It’s a town full of losers / I’m pulling out of here to win. Nació en Freehold, Nueva Jersey, otro lugar donde no sucedía nada. Algo tienen los dos en la especificidad de ser oriundos de un lugar del que rehuyen y escaparon (“no busco volver”, dice Springsteen; “no tengo a qué volver”, matiza Sabina) donde sus canciones (“we were born to run”, canta Springsteen; “viajé en sucios trenes que iban hacia el norte”, replica Sabina) han sido adoptadas por millares de personas que también buscan escapar; sea del presente, de un lugar o de una idea.
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Viajé a Madrid en 2019. Lo hice solo. Viajar solo no deja de ser un acto extraño, egoísta. Tiene, también, al menos en mi caso, un poco de autosabotaje: no pude compartir con nadie cuánto me emocionó un mítico concierto en la Sala Galileo a cargo de Pancho Varona -otrora guitarrista de Joaquín Sabina- y Guille Galván -guitarrista de Vetusta Morla-; tampoco pude rebotar ideas sobre una película que vi en el Cine Ideal, en La Latina, que en aquel momento sentí que me cambió la vida -hoy, dicho sea de paso, decido guardarme el título por pudor-; no conseguí desahogarme con nadie en las escalinatas de la estación del metro, a las faldas del Estadio Metropolitano, sobre cómo no necesitaba nada más en la vida después de la monumental exhibición que vi de Simon Kjaer, defensor central del Sevilla -esto dos años antes de hacerse famosísimo en la Eurocopa 2021-. Tampoco tuve que explicarle a nadie, hay que decirlo, por qué todos los días me subí al metro con el único objetivo de hacer el trayecto Tirso de Molina – Sol – Gran Vía – Tribunal.
Escribí, eso sí. Escribí mucho. Intenté, como auténtico mamón, escribir en bares; más concretamente, en servilletas de bares. Qué insoportable.
No olvidaré, sin embargo, que estaba escribiendo no sé qué en la barra de El Parnasillo del Príncipe, un bar en plena Plaza de Santa Ana, cuando un hombre me preguntó si estaba escribiendo. Sí, contesté; qué más le iba a decir. Está escribiendo, le dijo al bartender; éste no le hizo demasiado caso. Volvió conmigo. ¿Qué puedo tomar, amigo?, me preguntó; ya me hartó la cerveza. Antes de que pudiera contestarle, me preguntó qué estaba tomando yo. Un gintónic, le dije. No me gusta la ginebra, contestó. Bueno, puede pedir un vodkatónic. Pidió un vodkatónic. No se había terminado el primer trago cuando ya estaba casi insultándome: quién toma esto, hostia. El bartender, a media carcajada, le ofreció otro vaso de cerveza aclarándole que la casa lo invitaba. Recuerdo que en la pantalla estaba Rafael Nadal enfrentando a Stefanos Tsitsipas en la tierra batida de Roland Garros; una semana después ganaría el trofeo ante Dominic Thiem. No recuerdo, sin embargo, cómo acabé hablando con él sobre Joaquín Sabina. Algo le dije respecto a que sabía que vivía a unas calles del bar, lo que el bartender confirmó. Yo enamoré a mi esposa gracias a Joaquín Sabina, dijo el hombre; le canté varias de sus canciones, las primeras, diciéndole que eran mías, y la enamoré. Apuró la cerveza. Después, claro, tuve que contarle la verdad: que había un tipo de Úbeda que había escrito las canciones antes que yo; tuve que actuar rápido porque Joaquín se estaba volviendo bastante famoso.
La noche terminó con aquel señor y yo insistiéndole al bartender que pusiera Calle Melancolía a todo volumen en aquel bar desierto. La petición se convirtió en demanda, casi orden, cuando nos dijo que Sabina no había sonado jamás en aquel sitio; nosotros estábamos lo suficientemente bebidos como para creerlo sin chistar. El hombre, en honor a la verdad, se sabía cada palabra de la canción. Ojalá mi esposa estuviera aquí, dijo. Le dio un trago largo a una nueva cerveza. Ojalá pudiera volver a decirle que esa canción es mía.
Pensé en aquel hombre cuando Joaquín Sabina, cobijado por un repleto Auditorio Telmex, cantó esa canción. Hace mucho tiempo que no se la escuchaba; qué bueno que la cantó, le dije a Evelyn. Ella me respondió que hacía dos o tres giras que la canción había sonado. Ella suele tener bastante mejor memoria que yo, por lo que decidí no contradecirla. Pensé, eso sí, que quizá había formulado mal mi comentario; quizá la idea en la que estaba pensando se acercaba más a un enunciado del tipo hace mucho tiempo que no sentía que necesitase tanto escuchar esta canción.
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En el Auditorio Telmex de Guadalajara supe, también, que estaba viviendo uno de los momentos más emocionantes de mi vida cuando Mara Barros interpretó Camas vacías, quizá el mejor homenaje de Joaquín Sabina a la música mexicana aún cuando es una rola que suele vivir a la sombra de creaciones invencibles como Y nos dieron las diez o Noches de boda. Ya no es solo que una canción ranchera suene distinta en Jalisco, sino que detrás de nosotros un coro de borrachos acompañó la canción de manera desbocada, desafinada y ruidosa: como debe ser. A uno le cuesta entrar al ambiente que ofrece el verticalísimo teatro de Zapopan cuando se ha acostumbrado a la pulcritud y solemnidad del Auditorio Nacional. En Guadalajara es un valetodo; hay que sortear entre patadas y codazos los pasillos y cantar más fuerte que el vecino. El hombre de atrás, una vez terminado el concierto, aulló, ahogado en lágrimas de michelada y con voz quebrada, el más entrañable gracias-hijo-de-tu-puta-madre que haya escuchado jamás.
Hay algo, sin embargo, en montarse a un avión con el pretexto de un concierto. Me enamoré de Los Ángeles porque ahí pude despedirme de Elton John en un pletórico Estadio de los Dodgers; Bruce Springsteen representó un avión y dos viajes en tren hasta llegar a una ciudad, Baltimore, a la cual le guardaré siempre sincero cariño; Julián Casablancas me pareció un entrañable ángel de alas rotas cuando lo vimos sucumbir en el Parque Fundidora, en Monterrey, ante la histeria de la música pop; Edén Muñoz me regaló en Puebla uno de los mejores conciertos que he visto -con todo y que la cerveza que nos tomamos estaba hirviendo-. Algo hay en el hecho de no esperar el concierto sino ir a él; aceptar el hecho de que el contrato que el artista establecerá con la ciudad no necesariamente te interpela (¿qué sentí cuando escuché a Bruce Springsteen bramar ¡Baaaaltimooooore!? No lo sé. No sé si yo era parte de Baltimore). Uno se acepta, hasta cierto punto, como observador externo, al menos en un principio. Minutos después, sin prevenirlo, uno ya está dentro; se mimetizó. Se entra voyeur, se sale participante. Vi a quien quizá sea mi artista de cabecera, figura entrañable, conquistar un terreno que, al menos para mí, resultaba desconocido. Eso, permítanme contarlo, no es poco.
La última noche en el Auditorio Nacional, miércoles 12 de febrero (pleno cumpleaños 76 de Joaquín Sabina), resultó -y éste es el último adjetivo en el que habría pensado antes de vivirlo- tremendamente tierno. Alcancé a verle dos o tres lágrimas a él y cuatro o cinco a Mara Barros, a quien el apelativo de corista se le queda ya cortísimo (de nuevo: qué versión monumental de Camas vacías). No llegó a Princesa. La canción que se ha convertido en el clasiquísimo y rockerísimo coletazo de salida no sonó en la última noche, después de hacerlo cada uno de los conciertos previos. Me acordé de Paul McCartney en el Corona Capital del año pasado: después de una semana en México y dos conciertos previos (de tres horas cada uno) donde había entregado hasta lo que no tenía, a mitad de Nineteen Hundred And Eighty Five parecía arengarse a sí mismo mascullando un apenas audible give it up, give it up. A McCartney se le ausentó la voz varias veces: estaba derruído. Sabina tropezaba las palabras en sendas intervenciones entre canciones y resolvía, al final, con una sonrisa cómplice. En un periodo corto de tiempo vi a dos de mis héroes, McCartney y Sabina, enfrentarse al tiempo, a la vejez; solventar presentaciones con empuje; con fuerza, pero también cobijados por un público -su público- que no concebiría dejarlos caer. Qué presentaciones más emocionantes; qué momento insuperable cuando asumes humano al artista que siempre has comprendido como astro.
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Una de las cosas que me resultan más fascinantes sobre Joaquín Sabina es cómo decide mantener la idea innegociable de que su personaje está fundamentalmente compuesto por la injerencia de sus amigos. Sabina es, como persona, incluso como concepto, una oda a la amistad. Su última canción, que coquetea con la idea de réquiem, Un último vals, es indisociable de su video: Sabina se halla solitario en la barra de un bar hasta que va recibiendo, uno a uno, a sus amigos: Leiva, Joan Manuel Serrat, Ricardo Darín, José Tomás, Fernando León de Aranoa, Andrés Calamaro, Ariel Rot, Luis García Montero, Juan Gabriel Vásquez, Antonio García de Diego, Alejo Stível, Jorge Drexler, Mara Barros, Jaime Asúa, Benjamín Prado, Jimena Coronado, sus hijas y allá, al otro lado del bar, inteligencia artificial mediante, Javier Krahe. Cómo duele, sin embargo, la incomprensible ausencia de Pancho Varona. Sabina es un personaje compuesto por sus amigos; no resulta extraño que decida despedirse así. Alguna vez dijo Calamaro que la mayor razón para hacer una gira con Joaquín Sabina, además del talento y los estadios llenos, es la calidad de invitados que uno recibiría en camerinos. Quiero ser amigo de sus amigos, dijo.
Llevo en el brazo derecho un tatuaje que con la letra de mi papá dice Amigos, toda la vida. Es una frase que, a su vez, a él le decía su padre. Tiene sentido que Sabina pondere de tal forma la amistad y que yo lo haya descubierto, por mi parte, a través de mi mejor amigo, en el beetle gris, con cassettes de Yo, mi, me, conmigo o Física y química. Siempre, por irreverente o yo qué sé, me asumí más sabiniano que serratiano a sabiendas de que éste último era el no va más de mi papá. Aún encuentro en ese disco doble grabado cuando decidieron hacer gira juntos, Dos pájaros de un tiro, mis versiones favoritas de muchas canciones. Inauguré también, a través de él, una suerte de diagrama mental donde coexisten canciones de Sabina que podrían ser de Serrat y canciones de Serrat que pudieran ser de Sabina. De cartón piedra es muy sabinera; Eclipse de mar es muy serratiana. Sabina pudo haber escrito Tu nombre me sabe a yerba; Serrat pudo haber compuesto A la orilla de la chimenea. Me gusta imaginar que a través de ese disco se tocan también mi universo personal y el de mi padre: hay gestos suyos que, también, podrían ser míos.
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Joaquín Sabina decidió abrir la gira, anunciada hasta la saciedad como la última, en México. Cinco conciertos en el Auditorio Nacional y uno en Guadalajara. Escribo acá lo mismo que le dije a Evelyn mientras abandonábamos el Auditorio Telmex y a mis papás cuando cenábamos tras el último de los conciertos en Ciudad de México: no sé cómo va a acabar esta gira. Le falta un paseo de varios kilómetros por Estados Unidos, un repaso a Centroamérica, la obligada visita a Sudamérica (con una histérica cantidad de recitales en Buenos Aires), una vueltita por Francia e Inglaterra y el coletazo final recorriendo toda España. Es una labor titánica.
No me quiero imaginar cuando pare. Demasiado rush; demasiada agitación y, de pronto, la nada. La dimensión artística de Joaquín Sabina en términos musicales es indisociable de la idea de gira; no consigo escribir canciones en casa, dice él, deudor de una generación cuyo gesto de identidad era escribir en bares. Escribo en cafés, en hoteles; en casa solamente consigo hacer poesía. En este sentido, es consecuente que Sabina despida al artista musical al suspender los viajes. La cosa es, como con muchas otras cosas, el síndrome de abstinencia. A la pregunta de qué puede decir con respecto a las drogas, Sabina suele responder siempre lo mismo: siento mucha nostalgia.
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No sé cómo cerrar este texto; no sé cómo despedirme. El agradecimiento está implícito e igual se queda corto. No quiero entrar en la histeria desbocada de tanto aficionado a Joaquín Sabina -qué difícil resulta capotear últimamente sus conciertos con tanta gente que se levanta, se desgañita y se vuelve a desgañitar-, aunque me asumo parte de ella.
Joaquín Sabina es el artista que musicalizó gran parte de mis 29 años de vida. Lo seguirá haciendo. Nunca me cansaré de celebrarlo.