Según Ennio Flaiano, solo hay una estación: el verano. Todas las demás giran a su alrededor. Sin ánimo reduccionista, podríamos convenir que el verano es la estación total: el periodo más memorable del año. En verano nos enamoramos, salimos más por la noche, disfrutamos distendidamente de la bendita pereza. Alguien advierte, en las páginas de un libro, que pasamos demasiado tiempo hablando del poco tiempo que tenemos. El verano era la pausa donde las horas se detenían. Así ha sido hasta hoy.
Hace unos días anoté esto en mi diario: “31 de agosto. Fin del estío, tal como lo concebíamos antes. Este, sin embargo, no deja recuerdos felices ni nostalgia. Apenas un par de charlas interesantes con amigos. Nada de música, nada de celebraciones. Apatía, extrañeza, niños constantemente alrededor. Rescato, eso sí, la conversación con una amiga frente a un paisaje hermoso de montaña”.
Y, de pronto, estamos solos. No debemos tocarnos. No podemos abrazarnos. Como en las novelas futuristas de Huxley la vida ha mutado en fantasmagoría espantosa. No podemos acercarnos a los demás. Se impone la distancia social, nos gobierna el miedo. Por fin somos la sociedad fraccionada (o individualizada) que algunos se empeñaban en construir. Un mundo al que se le niega mostrar los afectos, las emociones elementales que nos humanizan.
El periodista Íñigo Domínguez, que es propenso a la nostalgia de los veranos del pasado, ha reunido en un volumen un puñado de artículos tamizados por ese sentimiento gustoso y amargo y lo ha titulado -casi elegíacamente- Polo de limón. Editado por un sello especializado en periodismo literario -Libros del K.O.- Domínguez hace en él una defensa del mundo en blanco y negro de nuestra infancia, de los viajes familiares al pueblo y a la costa, de la observación de la naturaleza y las aventuras pausadas, como el viaje lentísimo pero vivificante del tren Transiberiano. Y, a la vez, lanza un dardo contra los tiempos modernos, contra el mal uso que hacemos de las tecnologías, contra inventos relativamente recientes como el turismo de masas.
Hace años, Leonard Cohen cantaba que había visto el futuro y le parecía un crimen. Tal y como augura Íñigo Domínguez en sus crónicas, yo he visto el futuro este verano en muchos lugares: en un restaurante donde una familia era abducida por teléfonos móviles; en las bocas selladas por banderas de una multitud partidaria de un presente fascista; en los cientos de deportistas que campaban a sus anchas por parques y avenidas…Y es que nada hay más sagrado por estos lares que el deporte y el trabajo. El humo expulsado por un fumador -he llegado a escuchar- se ha convertido en nuestra mayor amenaza. Los dirigentes velan por la salud de la economía y el ciudadano de a pie que se muera. (Por qué no se mueren los que deberían, se pregunta Domínguez). Hay demasiada hipocresía en todo esto. Y el verano se ha vuelto amarillo. Más nos valdría ahuyentar racionalmente el miedo -nuestro virus más letal- y contagiarnos de vida de nuevo.