En alusión a Hanuman -dios perteneciente a la mitología hindú regularmente presente en el clásico Ramayana-, Octavio Paz, en su obra El Mono Gramático, nos presenta lo que es simultáneamente una revisión libre de este y otros clásicos de la India, y una reflexión sobre la insuficiencia del lenguaje.
Paz demuestra –como ya lo hizo en su célebre debate con Raimon Panikkar– un dominio cómodo, sobrio y detallado de los textos antiguos de la India. Pero al mismo tiempo –sin hacer ninguna referencia explícita– nos acerca en algunas de las reflexiones que aderezan los veintinueve capítulos de esta singularísima obra –no adscrita a ninguna otra similar del autor– a los primeros vislumbradores de los límites del lenguaje de la tradición filosófica y literaria de occidente.
Desde las proféticas intuiciones de Nietzsche a las formales y detalladas apreciaciones de Wittgenstein, pasando por las ironías literarias de Voltaire en su Cándido, personificadas por el desgraciado profesor Pangloss, «aquel que es todo lenguaje». Hanuman, capaz desplazarse de un salto desde la India a Ceilán o de cargar a los Himalayas a sus espaldas es, además (o precisamente), gramático.
¿Quién sino un gramático podría encarar desafíos de esa magnitud? ¿Quién sino alguien capaz de hacer los más inimaginables malabares con las palabras, artífice –y artificio– fundamental con el que construimos el mundo? Y es precisamente en la faceta gramática de Hanuman donde Paz deja entrever lo que los orientales parecen haber vislumbrado desde hace milenios («Neti, neti», solía decir el Buda cuando algún erudito o algún individuo más encarcelado por el lenguaje de lo que es habitual se acercaba a él con interrogantes dialécticos): que el lenguaje es una herramienta que (ahora caótica, ahora defectuosa) actúa como espada de doble hilo en tanto que instrumento para hacer inteligible la realidad. Permitiéndonos la expresión de la ínfima parte del saber (¿lo sabemos?) a la que tenemos acceso, nos imposibilita, por su misma naturaleza, tener un conocimiento preciso más allá de los límites que configuran su arquitectura.
Ahora bien, ¿son iguales estas arquitecturas a la vez posibilitadoras y limitantes? ¿La gramática de las lenguas latinas es extrapolable a la de las germánicas, y aún éstas a algunas más exóticas y con una presunción de exactitud y referencialidad más elevada, precisa y rigurosa, como el hebreo o el mismo sánscrito? Seguramente debería ser un erudito en las diversas Primarii Lapidis de cada uno de estos edificios de sintaxis, léxico y morfologías varias.
E incluso así quizá sólo Hanuman conoce su respuesta (que no es respuesta).
¿Sería posible que el lenguaje, con el que con tanta gravedad revestimos identidades e ilusiones (realidades), no fuera sino un «divertimento» de los dioses, o más aún, un juego de niños? (Probablemente Gianni Rodari, autor de Gramática de la Fantasía: Introducción al arte de contar historias, encontraría ridículo incluso hacerse la pregunta). En este sentido, Paz nos interpela: «Las relaciones entre la retórica y la moral son inquietantes: es turbadora la facilidad con que el lenguaje se tuerce y no lo es menos que nuestro espíritu acepte tan dócilmente estos juegos perversos». Y nos advierte: «deberíamos someter el lenguaje a un régimen de pan y agua, si queremos que no se corrompa y nos corrompa». (Lo malo es que régimen-de-pan-y-agua es una expresión figurada como lo es la corrupción-del-lenguaje-y-sus-contagios.)
Esa sospecha, peculiar intuición, no es, por cierto, tampoco nueva en occidente. El sofista Gorgias ya declaraba sus célebres tesis («Nada existe: Si existiera algo, sería incognoscible; Si fuera cognoscible, sería incomunicable») y el trilema de Agripa o de Münchhausen allanaba el terreno en la vertiente cognitiva, reduciendo la facultad lingüística a tres callejones sin salida (justificación circular, corte arbitrario y regresión ad infinitum). Asimismo, los teoremas de incompleción de Kurt Gödel, de incuestionable actualidad, sostienen esta dirección. También Russell, que en su lúcido, casi místico relato La pesadilla del metafísico denuncia al reino demoníaco como un banal «hábito lingüístico viciado». Y naturalmente, el omnipresente Wittgenstein, que parece susurrar esporádicamente entre las páginas de esta obra su popular clausura del Tractatus: «de lo que no se puede hablar, mejor callar».
Pero Paz (quién sabe si por su faceta poética) no se paraliza en el formalismo y en vez de guardar silencio, utiliza el mismo lenguaje para encararse contra el lenguaje: «Hay que destejer inclusive las frases más simples para averiguar qué es lo que encierran y de qué y cómo están hechas (¿de qué está hecho el lenguaje? Y, sobre todo, ¿está hecho o es algo que perpetuamente se está haciendo?). Destejer el tejido verbal: la realidad aparecerá».
Una metalingüística de la sospecha, que podría perfectamente ser también esclava de sí misma.
Por eso, una pregunta se deja leer -enigmática como la misma herramienta que se emplea para articularla- recurrentemente entre los símbolos impresos en sus páginas (todavía a la espera de respuesta desde los primeros vestigios de civilización hasta nuestros días): ¿qué es este misterio llamado «Lenguaje»?