Volver a caminar por los mismos lugares. Irse o dejarse ir mirando otros rostros, otras cosas. Saber que el tiempo vuelve, se agrieta y compadecemos frente a algo sin nombre. Que no tiene mención ni significado. Ver la vida y desaprender. Confundirse, ¿para qué? No ser nadie, no tener nada y sentarse para acabar el último cigarro que quedó en una cajetilla olvidada. Y después, en medio de la noche, metido entre el tráfico y los anuncios publicitarios, regresar a casa.
Escribir. Borrar una, dos o tres veces. Volver a teclear el móvil. Pensarse, ceder ante un recuerdo y atarlo a la memoria para transformarlo. Y, sin embargo, seguir caminando en silencio. Zambullirse en la noche, como quien entra desnudo al mar, y suscitar, callado ante algo que consume por dentro. Decirse a uno mismo: Estoy feliz. Cuando llegue a casa comeré macarrones. Tengo que pagar la última cuota de mi ordenador.
La vida, al igual de importante, es trivial, un hoyo atractivo e inconmensurable. Falta poco para la medianoche. Los bares que se encuentran cerca al estadio del F.C. Barcelona cerrarán pronto. Todos los lunes por la noche saben a un domingo descafeinado y doblemente insípido. Hay un verso de Carmen Martín Gaite: «Me atrapa como un pulpo, el color ya sabido de las cosas». La carretera Collblanc está vacía. Nadie espera el autobús, al menos a estas horas.