Porque todas las canciones hablen bien de ti
Cuando todo se termine, seguirán aquí.
Al final de escapada; Vetusta Morla
La frase estaba por completarse, faltaban tan solo algunas palabras para darle sentido a todo lo dicho con anterioridad, pero al levantar los ojos y ver en lo profundo el ocre de los de ella, el interlocutor debió guardar silencio y ésta, con todos sus párrafos, cayó al vacío para romperse.
Mientras caminaba de vuelta al automóvil, solo tenía fijo en la mente un pensamiento: café. El cuerpo más que pedirlo, lo vociferaba. La temperatura era baja, había viento, tenía frío en las manos y buscaba un lugar donde me pudiera dar el sol por unos momentos. Faltaban aún un par de cuadras para llegar al coche y la necesidad del vital líquido solo se acrecentaba. Fue entonces que perdí el paso y tropecé sobre la vereda en la que transitaba.
Lo primero que hice al levantarme con prontitud, fue voltear alrededor como signo inequívoco de la vergüenza. Lo segundo, revisar si mis jeans no habían sufrido alguna rotura a la altura de la rodilla. No, no la sufrieron. Y, por último, me miré las manos, me ardían ligeramente por los raspones, pero lo el viento helado no solo hacía crecer el dolor sino también el bochorno de irme de bruces. Recogí la libreta y el bolígrafo con el que cargo a todos los sitios donde pueda sentarme –o no– a escribir, reparando en ese instante que estos se encontraban por encima de una docena de palabras, que por su estado no debían tener demasiado tiempo ahí. Se sentían frescas y solo con algunas huellas sobre ellas. Fue entonces que miré atrás y pude percatarme lo que me había hecho trastabillar: un promontorio hecho a base de frases que parecían expresar algún tipo de sentimiento que surgía no solo de la razón sino del cuerpo mismo.
Después de sacudirme el sonrojo que me produjo la caída y el polvo de manos y codos, me incliné a observar los pedazos de frases o palabras que yacían en el suelo, al parecer, abandonadas en un pedazo de invierno fugaz. Si bien no era extenso el terreno, un poco de tierra y hojas secas de diversas tonalidades de café y amarillo –cortesía del otoño– lograban cubrir muchas de ellas y esto hizo que la recolección llevara más tiempo del esperado. Una vez concluida ésta, abrí la libreta por la mitad y coloqué cuidadosamente todo aquello que logré acopiar, incluso aquellas palabras que pareciesen dañadas, incompletas o sin sentido.
Al llegar a casa llevé la libreta y su contenido al lugar donde regularmente escribo. Un escritorio en el que la computadora vive con regularidad llevando una existencia apacible sin muchos cambios de escenario. Comparte la estancia con un futón rojo, que ha llegado a su vida adulta y no sabe si tiene o no suficientes fondos para vivir una jubilación amable o será carne de cañón en una venta de garaje, y, finalmente, libros que, a pesar de que sus escritos no cambian, en cada lectura su interpretación es diferente.
El día tendría algunas pausas, pero ninguna lo suficientemente larga como trabajar en todas las palabras, oraciones y frases que logré recolectar. La curaduría de palabras, no en el sentido en que las trabaja un editor, es, o era, un oficio en desuso; quizá comparable con los escribanos que vendían las suyas en cartas o poemas a todos aquellos incautos de corazón que lo necesitaban. Entonces yo, al ejercer una relación quizá en un plano más cercana con ellas, pudiera de alguna forma sanarlas y brindarles otra forma de existencia.
Me causaba congoja el hecho de imaginar que esas palabras buscaban otro destino, que salieron en busca de un lugar y no lo encontraron, que evidentemente estaban dirigidas a alguien y que, por alguna circunstancia que ignoro o de la que nunca llegaré a tener conocimiento preciso, se desmoronaron, cayeron y quedaron expuestas y abandonadas. Ahora me tocaba a mi hacer algo con ellas. De alguna forma me sentía comprometido –quizá un poco identificado– porque en algún lugar de esa extraña línea de tiempo existía alguna explicación o argumento por la cual fui yo y no la persona que caminaba delante mío quien tropezó justo con ellas. Quizá Tique, diosa griega del destino, estuviera involucrada o simplemente fue una mañana fría de un otoño olvidado por Dios lo que hizo que mi línea de horizonte se perdiera en un lapsus de pensamiento y en cuestión de segundos una pila de palabras se interpusiera en mi mañana y posiblemente en mi vida.
Llegó la tarde y con ella aterrizó cierto silencio que aproveché para empezar a rearmar ese ‘rompecabezas’ que tenía frente de mí. La metodología que se requería era ciertamente académica: sujeto, verbos, adverbios; sin embargo, había algo más que esas frases alineadas querían comunicar, no solo lo que pudiera llegar a leerse, había que ir un par de pasos adelante para poder interpretar lo que en verdad se buscaba. Hubo primero, por el estado en que se encontraban, que limpiar, cuidar y mimar ciertos verbos, tratar de ser amable con frases que expresaban no un temor como tal, sino algún tipo de sinceridad que desnudaba por completo un sentimiento que se intuía. Por la aparición de ciertos sustantivos, podía incluso envasarse y ser guardado por años dentro de una cava.
Las horas se escondieron y reaparecieron tan solo cuando el sol asomo de nuevo por la ventana. Estaba seguro, que, de alguna forma, los sentimientos que ahora emergían tras la reconstrucción de la proclama con la que tropecé podían ser vistos desde cualquier ángulo y que todo aquel ser que buscara darle sentido a estas palabras no tendría objeción alguna en aceptar, sin reticencias, que se trataba de una declaración de intenciones cuyas coyunturas eran tan parecidas al amor que no tuve otro remedio que regresarlas al lugar donde las encontré, para que, quien pasara y se detuviera a leer, pudiera observar –y sentir– con certeza que todo aquello que dije (y sentí) aquel día, en que te vi, era verdad.