El reloj marca las tres. No, quizá son las cinco. Tal vez ya dieron las siete. Da igual, que no identifico tiempo ni momento para decir esto. Estoy fuera de mí mismo, irreconocible, lejos de cualquier reacción propia de mí. Me bloqueo al mirarme al espejo. Así inicia la sobrecarga de un hombre que camina en llamas y, a la vez, pretende que tiene todo bajo control.
Mi mente no deja de girar. Aparecen los recuerdos oscuros, las viejas telarañas del “no puedo”. Quisiera sentirme capaz, pero llega entonces la ansiedad. Mucho que hacer y tan poco tiempo, tanto por aprender y demasiadas trabas. Nada es suficiente, nada satisface. Adelantar indiscriminadamente la música de la playlist es la norma.
No puedo prometer que haré aquello sin resolver esto. Mi cabeza se satura, grita, echa humo sin control. El deber ser me ensombrece. Entre tanto, me encuentro contando las veces que aprieto la mandíbula; hasta ahora, mis muelas se han rozado 48 veces entre sí. La cara acalambrada a la hora de dormir marca el momento de desconectar, de relajar. Se gana bien, pero también se triunfa sin gracia. Este es uno de esos instantes.
Por las noches vienes tú. Quisiera creer que es real, mas tu cuerpo no yace junto al mío. No es que eso esté próximo a suceder, aunque el roce de la brisa que entra por la ventana engaña. Y allí te quedas, inerte, esperando que piense que el instante es genuino.
Voy descifrando a diario cómo tocarte There She Goes en la guitarra para que puedas quedarte. Es el himno al “tal vez”, parte del soundtrack de un salto de fe sin forma real que sucede cada martes y jueves. Luego despierto. Me encuentro solo, con frío, ansioso, desesperado, con el cerebro fundido. Duermo, pero no descanso. Me muevo, pero no avanzo. Te pierdo. Exploto.
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Sobrecarga
Duermo, pero no descanso. Me muevo, pero no avanzo. Te pierdo. Exploto.