El 2015 fue raro para mí. Un reportero que cesó de contar historias para dejar a otros que lo hicieran por él; sin embargo, planeaba recuperar el gozo de salir a la calle a platicar con la gente que hace posible la maravilla de escuchar, plasmar y publicar pasajes de su vida, que suelen ser más interesantes para otros, que para ellos mismos.
Suena extraño, pero a uno le motiva más el vivir ajeno que el propio; por ello, el reportero focaliza su vida en platicar la de los demás, para tornar interesante lo que al protagonista le parece cotidiano, pues lo vivió una vez y lo platicó un millón más.
Era hora de coger la maleta y emprender un viaje a Chile, con una escala de diez horas en Lima, Perú, donde me prometieron ver a unos gatos salvajes en el parque Lincoln, frente a la bella y escandalosa Miraflores. Me imaginaba, emocionado, a una distancia considerable por sí el imponente gato me descubría y erizaba su pelaje, mientras brincaba de un árbol a perseguirme y rasguñarme con sus poderosas garras.
Estaba a unos minutos de conocer a esos salvajes y el taxista no podía creer mi emoción. Me deseó que los encontrara. Y vaya que los encontré. Salvajes eran con la comida que les aventaban y devoraban cuales tigres… con cuerpo de elefantes; su esfuerzo para moverse era como el del gato Garfield los lunes. Con terrible decepción a cuestas, sólo podía pensar en beber una cerveza y dejar que las horas transcurrieran. Total, la noche era joven y llegar ebrio al aeropuerto sonaba a un plan perfecto elaborado por mi mente maestra.
Llegar a Santiago a cubrir la Copa América despertó mi curiosidad por conocer a un pueblo latino civilizado, que no hace mucho vivió bajo el yugo militar de Augusto Pinochet, en un reinado del terror que los unificó e hizo madurar para tomar mejores decisiones en la actualidad. El tema me obsesionó. Había mucha tela de dónde cortar e historias que contar. El reto estaba en hallar a la persona correcta que viajara en el tiempo para recordar sus penas y compartirlas conmigo, mientras le hago preguntas sobre el Estadio Nacional como centro de tortura; hoy, aguardando por la inauguración del torneo que Chile nunca ha ganado.
Mientras las calles lucían un ambiente futbolero bajo un clima invernal que confundía mi cerebro -porque en México junio es verano y no es costumbre estar congelado-, me paseaba por la Casa de la Moneda, pensando en aquel bombardeo del 11 de septiembre del 73 en que murió Salvador Allende, mientras se alzaba Pinochet. Preguntaba a la gente en la calle si alguien vivió aquel desastre; pero parecía que hablaba de un hecho inventado o que ya se les había olvidado. A punto de la desesperación mi teléfono sonó. Un mensaje de texto. “Álvaro, este es el móvil de Vladimiro Mimica. Llámale, es un sobreviviente”.
Tipo atento y educado, con una dialéctica envidiable. Me citó en las instalaciones de la Radio de la Universidad de Chile. Llegué después de dar seis vueltas a la manzana sin percatarme que no había letrero alguno que dijera: Radio Universidad de Chile. Creo que pude haber dado cuarenta vueltas más persiguiendo el mismo objetivo inexistente. Había una casa grande, vieja, con un agradable patio rodeado de vegetación. Ya en la oficina vi un letrero grande que decía el nombre del lugar; así que pregunté.
¿Por que no lo ponente afuera?
“Porque se ve mejor adentro, y todo mundo sabe que aquí es la radio”.
Por eso ya no uso la expresión “todo mundo”, porque es evidente que hay información que sólo saben unos cuántos y asumen que los demás lo saben también. En fin…
Estaba emocionado, nervioso… mi regreso al relato de historias estaba por concretarse. Vladimiro salió y saludó de manera correcta. Un hombre de cabello blanco, expresión pacífica, delgado, estatura media y un tono de voz capaz de mantener atento al público más exigente, por horas. Era momento de escuchar aquella historia.
Vladimiro Mimica estaba inmerso en la política y era cercano al Presidente Allende; esa relación lo llevó a ser capturado aquel 11 de septiembre del 73, en la puerta de su casa para ser llevado al Estadio Nacional, que días después celebraría el repechaje entre Chile y la URSS por un cupo en el Mundial de Alemania 74. “Los choques eléctricos eran habituales. La tortura psicológica era habitual. Ver morir a otra gente se volvió costumbre”.
Vladimiro recordaba y parecía vivirlo mientras platicaba. Hizo una pausa, tomó aire y dijo con pesar: “me soltaron después de un mes y me fui a vivir a Argentina, no quería saber más de lo que pasaba ahí, hasta que varios años después volví para recuperar la vida en mi país”. Se frotaba las manos. Miraba al cielo y se concentraba en ese tortuoso viaje al pasado. “Al estadio lo mancillaron, lo violaron. Teníamos que recuperarlo. Pero entrar ahí me traía muchos recuerdos, me daba miedo”.
Irónicamente, ahí buscaría la hazaña una selección chilena que vivía con la leyenda de jugar en un estadio maldito desde aquel septiembre negro, 42 años atrás.
Mimica regresó al Gigante de Ñuñoa -así le llaman al Nacional- para narrar partidos de futbol, que era su más grande pasión; incluso, ha sido condecorado como el mejor relator de Chile, siendo su mejor narración el título del Colo Colo en la Copa Libertadores de 1991. Vaya paradoja, ahora trabaja en la radio de la U de Chile.
“El estadio no está maldito, eso lo inventaron. Pero sí nos hace recordar nuestro pasado y debemos respetarlo. Lo qué pasó ahí no debe olvidarse nunca”.
Una grada de madera detrás de la portería que da a la explanada principal, era el único recuerdo, a manera de homenaje, de su transformación a centro de detención. El Estadio Nacional lucía remodelado en todo lo demás, aunque una pesada vibra asfixiaba las emociones y era el reto principal de los futbolistas chilenos y sus seguidores: vencer el pasado y recuperar lo que era suyo.
Así sucedió el 4 de julio. Las lagrimas chilenas no eran por la muerte o la tortura; eran de alegría, porque el futbol les devolvió la dignidad que sentían perdida. No era un estadio maldito, como dijo Vladimiro. Simplemente aguardada el momento justo para convertir la tristeza en idilio.
Aquella imagen penosa del 21 de noviembre de 1973, cuando se disputó “el partido fantasma” -porque la URSS no quiso viajar- que ganó Chile con gol del ‘Chamaco’ Valdés frente a una portería vacía. Se borró. Era el momento de algarabía que tanto anhelaron los chilenos desde aquel día. El penal definitivo que Alexis Sánchez marcó a los argentinos desató una fiesta de pirotecnia, gritos y cánticos triunfalistas que dieron vuelo al sentimiento nacionalista de un país que cambió el curso de su historia, a través del deporte. “No más tristeza. Se acabó la maldición. Viva Chile”. Gritaban eufóricos, mientras yo era testigo desde el palco de prensa de aquellos abrazos y lágrimas a destajo de un pueblo que recuperó su honor por amor a un deporte tan bello como el futbol.
Más allá del futbol hay historias que nos erizan la piel y estremecen el cuerpo; que merecen ser contadas para demostrar que el balompié es más que un deporte, pero más allá de ese deporte hay un matiz que realza el por qué una sociedad deposita sus esperanzas en ese bello transitar con la pelota en un templo inquebrantable como el Estadio Nacional de Santiago.
Por: El Marqués de Jade
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