Parece como si el tiempo se hubiera detenido, pero es tan sólo nuestra percepción. En realidad el mundo cada día se acelera más.
Estamos en una época de suspensión, sólo en apariencia. Indispensable, dicen, para contener un virus, mientras la curva de contagios y fallecimientos se eleva más y más rápido. Estar confinados como única respuesta posible para evitar el colapso de un sistema de salud pública insuficiente. Los años de rezagos y recortes ahora nos pasan factura.
Y qué es el confinamiento sino un asunto de espacio, y como todo asunto de espacio, también lo es de tiempo. Un tiempo lento, aburrido y en ocasiones angustiante dentro de cuatro paredes, alejados de todo contacto social. A menor espacio, el tiempo se vuelve más lento.
Pero contrario a la percepción generalizada del confinamiento, la vida afuera se ha acelerado: la información, los protocolos, el manejo de la enfermedad. Todo está en constante cambio, de un día para otro, de un momento a otro. La supuesta pausa en el tiempo antes de volver a la normalidad no es del todo cierta, al menos no para todos.
Nuestra vida parece evadirse de su curso natural, vivimos dos diferentes temporalidades: por un lado el tiempo lento para los confinados y por otro el tiempo acelerado para los que no han parado, para los que viven al día, para los que buscan trabajo, para los que buscan comida y, sobre todo, para el personal de salud que está en la primera línea para combatir la emergencia.
Esperar se convertirá en la gran virtud de esta época. Esperar mientras no tenemos tiempo. Esperar nuestro turno para adquirir algo de primera necesidad, esperar una vacuna, esperar para abrazarnos. Esperar mientras el tiempo se diluye.
Entonces, la desigualdad, otra vez. Es como cuando viras en un barco tras colisionar con un iceberg: siempre existen los privilegiados con un bote salvavidas y los que naufragan.