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Todo el dolor del mundo

Al dolor no le queda espacio entre las risas, el vino y la comida. No hay un centímetro en el que quepa el dolor. No cabe en la mesa porque está decorado por un mantel de flores. No cabe en las paredes porque están nuestras fotos, ni en el centro de la mesa porque hay vino, ni en las sillas porque están mis amigos.

La sala es de techos altos y suelo de mosaico. En el centro hay una mesa decorada por un mantel de flores. En las paredes hay fotos nuestras y pósters de bandas que nos gustan. Hay un aroma a pollo y tomate que envuelve todo. Hay una botella de vino al centro de la mesa y cuatro platos generosamente servidos de cuscús con pollo. Hay mucho dolor en el mundo, pero no en este comedor.

Hablamos, reímos y bebemos. De eso se trata la comida. No me refiero a la comida como alimento. Me refiero a la comida como el rito de sentarse a la mesa y compartir los alimentos.  “Nada en esta cochina vida vale dos duros si no tienes alguien con quien compartirlo.” Lo dijo Carlos Ruiz Zafón en su libro La Sombra del Viento. Qué tragedia aquella la de comer en silencio. Qué tragedia la de no apurar el bocado para apurar a su vez la risa.

Porque estos kilos de cuscús y pollo me servirían solamente para satisfacer las necesidades calóricas de mi cuerpo. Y estos litros de vino servirían solamente para reblandecerme el cerebro en las largas noches de insomnio. Pero ahora, se convierten en motivo de celebración. Para ser más preciso, se convierten en una excusa para querernos. 

Uno de mis amigos cuenta una anécdota que me hace reír y el trago de vino que estaba por tragar se me escapa por la nariz. Antes de que llegaran estaba castigándome. El pollo que ahora surte nuestros platos era el que tenía para alimentarme el resto de la semana. Pero no importa, mañana iré a casa de uno y me servirán el pollo que les restaba para la semana. Y pasado mañana iré a casa de otro y me servirá el pollo que le restaba. Entre tragos de vino pienso en la frase de Erich Fromm: “Naces solo y mueres solo, y en el paréntesis la soledad es tan grande que necesitas compartir la vida para olvidarlo”.

Ya no queda nada en nuestros platos y abrimos otra botella de vino. La felicidad (y por supuesto, el vino) me colorea las orejas de un rojo amanzanado. Tengo el estómago lleno y hay música de fondo. ¿Realmente podría pedir algo más? Si en este instante todo lo demás que quisiera no existe. Si no pudiera pensar en algo que me hiciera más feliz que estar aquí. No importa que no me quede nada en la nevera. Comerme todo a solas me sabría a cartón. 

Pienso en mis padres. Ellos me enseñaron que toda mesa debe ser redonda. Redonda no solamente en la metáfora. En las casas de mi infancia solamente había mesas redondas. Ahora en la mía la mesa es redonda también. No importaba que fuéramos solamente mi mamá, mi papá y yo, siempre había espacio para alguien más. Espacio que ocupaban sus amigos, mis tías, primos y tíos. Espacio que ocuparon mis amores adolescentes e incontables amigos.

Sófocles decía: “No nací para compartir el odio, sino el amor”. Mis padres me enseñaron eso mismo. Papá mandando dinero a su familia en Cuba, llevándome al cine y ayudando de mil maneras a sus amigos aún sin tener trabajo. Mamá brindando una cama a sus amigos trotamundos, alimentando a mis amigos hambrientos y mandando dinero a sus padres en Guerrero mientras pagaba una hipoteca.

Recuerdo las tardes que pasaban hablando de periodismo y literatura mientras comíamos congrí y bebíamos vino. Tardes eternas en las que los tres terminábamos con las orejas enrojecidas. Al terminar de comer me iba al sillón a dormir una siesta, pues las voces de mis padres me arrullaban como canción de cuna. Mamá preparaba el café y papa me despertaba cuando terminaba de colar. Compartíamos el café y la comida, que es como decir que compartíamos la vida misma.

Crecí y ahora uno de mis amigos fuma mientras cuenta alguna anécdota de cuando íbamos en la primaria. Yo preparo el café y me acuesto en el sillón mientras cuela. Hay cosas que hacemos como reflejo. Las voces de mis amigos me arrullan y los párpados me pesan. Me gustaría que la vida entera se sintiera así. Con esta sala de techos altos y suelo de mosaico, con aroma a pollo y las voces de la gente que quiero tapando el silencio. 

Me despierta el timbre y el aroma a café. Un amigo abre la puerta, no sé a quién. Voy hasta la cocina y sirvo el café. De pronto me doy cuenta de que no me quedan galletas para el café. Vuelvo con las tazas en la mano y anuncio las malas noticias. Veo a un amigo portando un bote de helado y una sonrisa a forma de saludo. Lo que anunciaba el timbre. Hoy la primavera no tiene una esquina rota.

Una vez leí en A puerta cerrada, de Jean Paul-Sartre, lo siguiente: “El infierno son los otros”. No hay forma de que eso sea cierto, si la gente que quiero está aquí, si hubo cuscús, vino y café, si lo que brinda alegría a las paredes blancas de mi hogar son las fotos que tengo con los otros. No hay manera de que sea cierto si cuando el insomnio me asalta pienso en las voces de mis padres cuando me acostaba en el sillón.

Al dolor no le queda espacio entre las risas, el vino y la comida. No hay un centímetro en el que quepa el dolor. No cabe en la mesa porque está decorado por un mantel de flores. No cabe en las paredes porque están nuestras fotos, ni en el centro de la mesa porque hay vino, ni en las sillas porque están mis amigos. Ni en el recuerdo porque están mis padres. Ni en el aroma porque están el pollo y el café. Ni en el sillón porque me estoy quedando dormido. Hay mucho dolor en el mundo, pero no en este comedor. 

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