Estaba pensando sobre mi vida, ¡ y qué bonito, qué bonito fue todo!
Silvia Palacios
25-12-2020
Los días pasan y ni siquiera los siento. Podría estar viviendo una película de Tarantino o Almodóvar y ni siquiera me daría cuenta. Sí, ya he vivido muchos duelos y soy de las que lleva la ofrenda por dentro, en el pecho; enalteciendo muertes y ausencias, honrando memorias. He despedido a las mujeres más importantes de mi vida: a mi madrina, a mis abuelitas y hace un mes a mi mamá. Pero esta vez mi duelo es distinto, no puedo expresar lo que realmente siento con palabras, me quedan chicas, en ellas no caben todas las emociones que tengo en un solo día. Cuando me preguntan cómo estoy, me lo pregunto a mí misma, y a veces ni siquiera tengo una respuesta, otras veces la evado porque la respuesta es dolorosa. No sabía lo que realmente significaba el vacío hasta que llegó el primer día de mi vida sin mi mamá. Hasta que dejé de escuchar su voz, su tan melodiosa voz y sólo quedó el silencio, ese que uno no elige, que taladra y perturba y hace un eco insoportable tan fuerte como la soledad. No me creo que he pasado un mes sin escuchar su risa y sin reír con sus ideas llenas de inocencia. Sin escuchar su tan esperado te pasas, Diana, después de cualquier comentario subversivo o ácido que saliera de mi boca. No me creo que he pasado un mes sin escuchar que me ama, sin olerla y sin sentir sus abrazos, esos que eran un hogar con las puertas eternamente abiertas.
A finales de octubre del 2020, acudimos a una cita con la oncóloga de mi mamá. Revisó todos sus estudios y nos hizo varias preguntas. Sabíamos que el pronóstico no era bueno, pero la esperanza siempre estaba ahí, sosteniéndonos de la mano mientras caminábamos con los ojos cerrados por la cuerda de la incertidumbre. Después de analizar a detalle todo su historial y revisar la evolución de su cáncer en el hígado. La oncóloga me pidió de una forma muy sutil que saliera a dejar a mi mamá a la sala de espera y yo regresara al consultorio. Salimos, dejé sentada a mi mamá y regresé con la oncóloga. Me pidió que cerrara la puerta y me dijo, con un tono muy delicado, que la situación de mi mamá era muy complicada, que sus órganos vitales (hígado, pulmón y parte del cerebro) estaban muy afectados y que en su condición ya no había nada que hacer. En ese instante, mi vida literalmente se paró. Salí del consultorio en shock, el oxígeno me era insuficiente. No podía ni hablar. Tenía a mi mamá de frente y, aunque sabía que ya no me veía bien, todavía distinguía mi silueta. Me hizo una seña, camine muy lento hacia ella, pensando y tratando de elegir muy bien las palabras correctas que le diría para explicarle lo delicado de su situación. A lo mucho di unos veinte pasos hasta llegar a su asiento. Me preguntó que me había dicho la oncóloga y sólo la abracé muy, muy fuerte. Mis lágrimas salieron inevitablemente. No había nada más que decir en ese momento. Ella también lloró, sabía muy bien lo que estaba pasando. Salimos del hospital y mientras caminábamos a la salida, pude decirle todo lo que me había dicho la oncóloga. Mi mamá me abrazó y sólo se limitó a decirme, vamos a estar bien, mi niña. Mi hermano y David nos esperaban afuera, nos subimos al auto y ahí, en ese instante, comenzó mi duelo. Le abrí la puerta a una despedida que duró poco más de dos meses. Los meses más complicados de mi vida. Durante el recorrido a casa, pensaba que la primera vez que le diagnosticaron cáncer a mi mamá, a finales del 2012, fue durísimo, e irremediablemente me cambió la vida. Pero aquella vez el diagnóstico fue más favorable, aunque le costó a mi mamá una mastectomía radical, ocho quimioterapias, dieciséis radioterapias y una pastilla que consumió a diario durante cinco años. Había opciones, había más tratamientos. Esta vez no, esta vez la especialista me aseguró que ya no había nada que hacer, al menos nada que no pusiera más en riesgo su salud y además teníamos en contra una pandemia. ¿A dónde ir? ¿qué hacer? Muchas preguntas y mi mamá era la única que tenía la respuestas, y se hizo absolutamente todo lo que nos pidió. Nos pidió no llevarla a ningún hospital y así fue; nos pidió que la lleváramos al mar y así fue.
El 25 de diciembre del 2020 mi mamá nos anticipó su adiós durante la madrugada. Pero poco antes todavía pude tener una conversación profunda con ella, todavía le di su último regalo de Navidad, y nos tomamos juntas fotografías. Pasamos la cena de Navidad en una versión distinta a la tradicional por nuestra familia, porque habíamos decidido cuidarnos lo más posible por la pandemia.
Tuvo un episodio durante la madrugada que nos hizo pensar que las cosas iban mal, pero al amanecer la vi mucho más animada. Desde que despertó me dijo que quería estrenar su regalo de Navidad, le había dado un camisón de pijama, súper cómodo, calientito y esponjoso, color gris con blanco, que tenía una nube gigante en el centro junto a una luna, ambas también esponjosas. Todavía nos dijo mi camisón va a ser vestido de día y pijama de noche. Estaba entusiasmada por probar los platillos que no había probado la noche anterior, así que todavía salió de su habitación y comió recalentado. Ya se sentía mal, se le notaba en su rostro, sobre todo en sus ojos. Pero era tan fuerte y tan agradecida con la vida que seguía sonriendo, y seguía diciendo no me duele nada, estoy bien.
Después de eso, en las siguientes horas, mi mamá entró en un estado de agonía que duró tres días. Tres días en los que no me despegué de ella. Vi desfilar a muchas personas que amó y la amaron profundamente, personas que vinieron de todas partes y se quedaron a acompañarnos y a apoyarnos. Sí, allá afuera había una pandemia, y yo que tanto me había cuidado y tenía tanto miedo de contagiarme, estaba en primera fila, presenciando los actos más poderosos y sublimes de amor y fe. Las muestras más grandes de agradecimiento hacia la mujer más generosa y bondadosa que he conocido en toda mi vida: mi mamá. Y ella, que fue la más agradecida de la vida, todavía pudo darle las gracias a algunas personas, con palabras, con una sonrisa o abriendo sus ojos mientras los escuchaba.
Esos días para mí fueron eternos. Sólo me quité el cubrebocas para comer algo y tomar agua. Me ponía y le ponía a mi mamá gel antibacterial cada cinco minutos y desinfectaba cada rato su habitación. Estaba paranoica, no quería enfermarme ni sentirme mínimamente mal para poder seguir a su lado. La incertidumbre de su condición me estaba asfixiando y al mismo tiempo estaba extremadamente cansada, llevaba más de tres meses sin dormir bien, en vela, durmiendo con ella, cuidándola y estando al pendiente de cualquier ruido o malestar que pudiera tener. No quería ni cerrar los ojos porque temía que cuando los abriera ella ya no estuviera viva. Le había prometido que estaría con ella hasta su último suspiro y así fue. El último día, una de mis tías, me había dicho que le prendiéramos una vela, pues según algunas culturas las personas que están agonizando necesitan luz. Prendimos la vela y cuando la vi, dije cuando se apague la vela, mi mamá se va a ir con ella. No sé si fue un regalo de la vida o de mi mamá o una maravillosa y mágica coincidencia, pero así fue: mi mamá se apagó al ritmo de la vela. Y toda mi luz se fue con ella. Poco antes de que mi mamá muriera, tuve el privilegio de leerle mi despedida, un poema que había escrito semanas antes especialmente para ella. Mientras lo escuchaba, soltó una lagrimita, y para mí ese instante lo valió absolutamente todo. Le coloqué una foto de mi abuelita frente a ella, y comencé a despedirme, a decirle que estaría bien, que ya no se preocupara por mí. Coloqué una mano sobre su pecho y con la otra sostenía su mano. Mientras le decía que no la iba a soltar y que le había prometido estar con ella hasta su último aliento, ella, justamente, dio su último aliento. No podía creerlo, pero tengo testigos: sus gatos, su perra, David y mis mejores amigos. No tengo palabras para describir lo mágico que fue ese momento, pero sólo podría decir que su partida fue una auténtica poesía.
Ha pasado un mes de mi vida sin ti, un mes sin ese miedo constante a que te pasara algo, un mes sin la rutina del extremo cuidado, sin las noches en vela y sin todo aquello que parecía una guerra en la que luchábamos -y vaya que luchamos. De todo eso, afortunadamente ya no queda nada. Ni siquiera el maldito cáncer.
Hoy recordaba una de de las últimas cosas que me dijiste: Estaba pensando sobre mi vida, ¡ y qué bonito, qué bonito fue todo! Mami, tú fuiste, eres y serás lo más bonito de mi vida. ¡Qué bonito es ser tu hija! Y qué bonito haber estado contigo hasta el final de tus días. Hasta siempre, mamá.