Con el día del padre en el espejo retrovisor, busqué entre los contes et nouvelles de Guy de Maupassant algunos relacionados con la figura paterna.
Elegí cuatro, pero como no puedo ponerlos todos, les haré una pequeña historia al estilo Elige tu propia aventura (una colección publicada hace como treinta años).
Imagina que eres un hombre del siglo XIX, vives en Francia con tu esposa y tu hijo. Un día, discutes con tu criada y la infeliz te confiesa un gran secreto: tu hijo… no es tu hijo.
- Si la impresión es demasiado fuerte y decides suicidarte, busca el cuento Le petit en Oeuvres complètes illustrées de Guy de Maupassant. Contes du jour et de la nuit. Ollendorff, Paris, 1906.
- Si corres a tu mujer de la casa, dejas pasar algunos años y un día la enfrentas junto a su amante y “tu hijo” lee el cuento Monsieur Parent en Oeuvres complètes illustrées de Guy de Maupassant. Monsieur Parent. Ollendorff, Paris, 1899.
Imagina que elegiste la opción b), pero tu hijo no es niño… sino niña. La pequeña crece. Un día conoce a un hombre y se enamora de él.
- Si el hombre eres tú, pero no lo sabias (es decir, no sabías que esa joven era tu hija) lee el cuento L’Ermite en La petite Roque. Paul Ollendorff, Paris, 1896.
- Si el hombre eres tú y estás consciente de que estás cometiendo incesto lee el cuento que sigue, M. Jocaste. De hecho, el nombre hace referencia a Yocasta, la madre de Edipo (seguro has escuchado del complejo de Edipo y de la trágica historia griega en la que se casa con su madre).
Como siempre, mi traducción es directa del francés, la edición que usé es: Oeuvres complètes illustrées de Guy de Maupassant. Misti. Ollendorff, Paris, 1900.
El señor Yocasta
Señora, ¿recuerda la viva discusión que tuvimos una noche, en el saloncito japonés, a propósito del padre que cometió incesto? ¿Recuerda su indignación, las frases violentas que me dirigió, sus arrebatos de cólera? ¿Recuerda mis alegatos en defensa del hombre? Usted me condenó, pero yo apelo.
Usted afirmaba que nadie en el mundo dejaría de encontrar culpabilidad en la infamia de la que yo me convertía en abogado. Pues bien, hoy voy a contarle todo ese drama público.
Acaso haya alguien dispuesto, no a disculpar el hecho inmundo y brutal, sino a entender que no se puede luchar contra ciertas fatalidades que parecen caprichos horribles de la omnipotente naturaleza.
La casaron a los dieciséis años con un hombre viejo y sin sentimientos, con un negociante que codiciaba su dote. Era ella una preciosa criatura rubia, alegre y soñadora al mismo tiempo, con grandes anhelos de una dicha ideal. El desencanto cayó a plomo sobre su corazón y lo aplastó. De golpe comprendió la vida, su futuro perdido, la ruina de sus esperanzas… y en su alma sólo quedó un anhelo: tener un hijo para entregarle su amor.
Pero no lo tuvo.
Transcurrieron dos años. Amó. Amó a un joven de veintitrés años, capaz de cometer cualquier locura por ella, llamado Pedro Martel. Sin embargo, ella resistió con firmeza durante mucho tiempo.
Pero una noche de invierno se encontraron a solas en su casa. Él había ido a tomar una taza de té. A continuación, se sentaron junto al fuego, en un asiento bajo. Apenas hablaban, aguijoneados por el deseo, sus labios sentían la furiosa sed que hace buscar otros labios, sus brazos se estremecían con el ansia de abrirse y de abrazar.
La lámpara, velada con encajes, proyectaba un resplandor íntimo en el salón silencioso.
Uno y otro se sentían incómodos; de vez en cuando pronunciaban algunas frases, pero cuando sus miradas se encontraban, sus corazones sufrían un vuelco.
¿Qué pueden hacer los sentimientos creados por la educación contra la violencia de los instintos? ¿Qué puede hacer el prejuicio del pudor contra la irresistible voluntad de la naturaleza?
De pronto, sus dedos se tocaron por casualidad… Eso bastó. La fuerza brutal de los sentidos los empujó el uno al otro. Se abrazaron y ella se entregó.
Quedó embarazada. ¿De su amante o de su esposo? ¿Podía saberlo? Sin duda que del amante.
De pronto, se sintió acosada por el terror. Estaba segura de que moriría en el parto y de manera constante le hacía jurar, al que así la había poseído, que cuidaría del niño toda su vida, que no le negaría nada, que sería todo para él, absolutamente todo y que, si fuera preciso cometería un crimen por su felicidad.
Era una obsesión que rayaba en la locura y se exaltaba conforme se acercaba la hora del alumbramiento.
Murió al dar a luz a una niña.
La desesperación del joven fue horrible, una desesperación tan furiosa que no podía ocultarla. Quizá el marido tuvo sus dudas. ¡Quizá sabía que su hija podría no ser engendrada por él! Cerró las puertas de su casa al que se consideraba padre verdadero y le ocultó a la niña, a la que hizo educar en secreto.
Pasaron muchos años.
Pedro Martel olvidó, como se olvida todo. Llegó a ser rico, pero nunca volvió a amar ni contrajo matrimonio. Vivía como cualquier otra persona, feliz y tranquilo. No volvió a tener noticias del esposo al que había burlado, ni de la joven que suponía su hija.
Una mañana, recibió la carta de un individuo que no tenía nada que ver con esa historia. Entre otras cosas, de manera casual le informaba de la muerte de su antiguo rival. Sintió una vaga turbación, una especie de remordimiento. ¿Qué sería de la niña aquella, de su hija? ¿Podría hacer algo por ella? Se informó. Una tía la había recogido y era pobre; de una pobreza que rayaba en la miseria.
Quiso verla y ayudarla. Se hizo presentar en casa de la única parienta de la huérfana.
Su nombre no despertó ningún recuerdo. Tenía cuarenta años y aún parecía joven. Cuando lo recibieron no mencionó haber conocido a la madre, por temor a despertar más tarde alguna sospecha.
Pero cuando ella entró en el saloncito donde esperaba anhelante su llegada, tuvo un sobresalto que lindaba con el terror. ¡Era ella! ¡La otra! ¡La muerta!
Tenía la misma edad, los mismos ojos, el mismo cabello, talle, sonrisa… la misma voz. Era una ilusión tan completa que lo enloquecía; ya no sabía lo que hacía, desvariaba; en el fondo de su corazón bullía el amor tumultuoso de otros tiempos. Ella también era alegre y sencilla. Daba su amistad y tendía la mano en el acto.
Cuando regresó a casa, se dio cuenta de que la antigua herida se había abierto de nuevo y lloró con desconsuelo, con la cabeza entre las manos. Lloró a la otra, acosado por sus recuerdos, perseguido por las frases que le acostumbraba decir, víctima otra vez de una desesperación irremediable.
Frecuentó la casa en que vivía la joven. Le era imposible prescindir de ella, de su charla alegre, del roce de sus vestidos, del sonido de su voz. Confundía en sus pensamientos y en su corazón a las dos, a la difunta y a la viva, olvidando las distancias, el tiempo transcurrido, la muerte. Siguió amando a aquélla en ésta, amando a ésta como recuerdo de la otra, sin querer ya distinguir, comprender, saber ni preguntarse si, en efecto, podía ser su hija.
A veces, le torturaba horriblemente ver la miseria en que vivía la que él adoraba con pasión doble, confusa e incomprensible.
¿Qué podía hacer? ¿Ofrecerle dinero? ¿Con que títulos? ¿Con qué derecho? ¿Asumir el papel de tutor? ¡Si representaba casi su edad! Lo tomarían por su amante. ¿Casarla? Esta idea, que surgió de pronto en su alma, le causó espanto. Pero pronto se aquietó. ¿Quién se querría casar con ella? No tenía dote alguna, nada, absolutamente nada.
La tía lo veía venir, dándose cuenta de que estaba enamorado de la joven. Él esperaba. ¿Qué? ¿Lo sabía acaso?
Una noche se encontraron a solas. Conversaban tranquilos, el uno al lado del otro, en el canapé del saloncito. De pronto, Pero le tomó la mano con impulso paternal. La retuvo entre las suyas. Le dieron un vuelco el corazón y los sentidos, a pesar suyo, sin atreverse a abandonar aquella mano que ella le entregaba, y se sintió desfallecer. Entonces ella se dejó caer bruscamente en sus brazos porque lo amaba. Lo amaba ardientemente. Igual que su madre lo había amado, como si hubiera heredado de ella la pasión fatal.
Fuera de sí, besó su cabello rubio y cuando ella levantó la cabeza para huir, sus labios se encontraron.
Hay momentos en los que enloquecemos. Eso les ocurrió.
Cuando se encontró en la calle, Pedro echó a andar sin rumbo fijo y sin saber qué hacer.
Recuerdo, señora, su grito de indignación: “¡No le quedaba otra salida que matarse!”
Le respondí: “¿Y ella? ¿También?”
La joven lo amaba con locura, con frenesí, con la pasión fatal y hereditaria que la había derribado, virgen, ignorante y desatinada, sobre el pecho de aquel hombre. Actuó de esa manera por la irresistible ebriedad que se apodera de todo el ser cuando ya no sabe lo que se hace y se entrega; cuando el instinto alborotado nos arrebata, nos precipita a los brazos de un amante, igual que lanza entre los animales la hembra hacia el macho.
¿Qué sería de ella, si Pedro se suicidaba?… ¡Moriría!… Moriría deshonrada, desesperada, entre atroces torturas.
¿Qué hacer?
¿Abandonarla? ¿Dotarla? ¿Casarla?… Se moriría también; moriría de pena, sin aceptar su dinero ni otro esposo, ya que se había entregado a él. Había roto su vida, destrozado cualquier dicha posible; la había condenado a una miseria eterna, una desesperación eterna, fuego eterno, soledad o muerte.
Además, ¡también la amaba! Ahora la amaba con horror, pero con frenesí. ¿Que era su hija? Bueno, el azar de las fecundaciones, la ley brutal de la reproducción, el contacto de un segundo hicieron hija suya a un ser al que no estaba unido por ningún lazo legal, al que adoraba como había adorado a su madre, incluso más, como si en él se hubieran acumulado dos pasiones.
Además, ¿era su hija? ¿Y eso que importaba? ¿Quién iba a saberlo?
Y llegaba a la memoria el recuerdo de los juramentos hechos a la moribunda. “Prometió que consagraría su vida a esta niña, incluso, si era preciso, cometería un crimen para hacerla feliz.”
E inmerso en el recuerdo de su acción, abominable y dulce, desgarrado de dolor y asolado de anhelos, la amaba.
¿Quién iba a saberlo?… El otro, el padre, había muerto.
“¡Sea!” se dijo. “Este secreto vergonzoso podrá destrozarme el corazón. Pero ella no lo sospechará jamás, yo solo cargaré con este peso.”
Pidió su mano y se casó con ella.
Ignoro si fue feliz; pero yo, señora, habría hecho lo mismo.