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Editorial

Una fiesta

Escribo porque sé que un día, en mucho tiempo, tendré que recordar todo esto con la añoranza del tiempo perdido, del que nunca habrá de volver. Quisiera ser un testigo de mi propio recuerdo. 

Ayer fue mi cumpleaños. Fue el primero que pasé en casa después de estar fuera un año. Papá no estuvo, vive lejos. Mamá tampoco, vio a Eric Clapton. Es el segundo que no están, el pasado yo vivía lejos. Y cada vez cumplo más años. Antes fueron veintiuno, ahora son veintidós. “Pero como ser humano me contradigo y me opongo al pasado que pasó. Pasando por veintidós años de penas y dolor y de aquí sale mi canción”, dice Pablo Milanés sobre sus veintidós años.

¿Los míos han estado llenos de penas y dolor? En lo absoluto. Mi vida ha sido una fiesta. No estaban mis padres, pero estuvo una familia postiza en esta ciudad en la que mi familia está tan lejos. Estuvo Diana, que me dio regalos, que pidió pizza y accedió a cenar conmigo mientras veíamos El Pingüino. Estuvieron Mares, David y Miranda, que bebieron cerveza hasta tarde y contaron anécdotas.

Contaron la vez que Miranda nos dejó a mi y a David en El Tizoncito sin un peso para pagar la cuenta porque estaba cansada. Nadie recuerda cómo pagamos la cuenta. Después David y yo caminamos dando tropiezos por Tamaulipas mientras cantábamos “And I just can’t look, it’s killing me and taking control, jealously, turning saints into the sin”. Tampoco recordamos cuando llegamos a la casa. 

También contaron cuando Miranda, David y yo terminamos en el tercer piso de un bar de mala muerte en la Zona Rosa. ¿Fue el mismo día? Nadie recuerda. Era un edificio alto. Estábamos en medio de gente recién salida de la oficina. Creo que estaban poniendo cumbias. Yo fumé frente a un letrero que decía que estaba prohibido.

Seguiré contando todo lo que mis amigos decidieron recordar en la noche de mi cumpleaños. Porque me hicieron muy feliz. Porque la nostalgia es motivo para celebrar. No hay motivos para hablar del presente, aún no tiene la pátina de dulzura que tiene el pasado. Aún no está maquillado y perfumado como nosotros en las fotos de aquellos días de fiesta.

Recordaron los días que pasamos en Coapa buscando micheladas. Uno de esos días terminamos en una cervecería improvisada en la sala de una casa. Ahí estaba también la gente con la que fui a la preparatoria. Y los besos fueron abundantes. Bocas, mejillas, cervezas, mojitos, todo lo que la vida ofreciera era relevante para esa celebración de un pasado aún mas lejano.

Y la pandemia, época luminosa en mi vida. David iba las tardes de los jueves a casa. Hablábamos y bebíamos. Siempre bebíamos cubas. El método de preparación era lo mas relevante. Revelaré el secreto guardado desde 2020 en las siguientes líneas. 

Primero, aunque parezca obvio, se necesita un vaso alto. De ninguna manera puede ser en vaso corto. Así lo leí en La Guerra de Galio, así permanecerá la preparación. Para el segundo paso, se tiene que llenar el vaso con hielo hasta que no quepa más. Muy relevante, porque irá aligerando la combinación de Coca-Cola con ron. El tercer paso es el único que importa, en realidad. Se vierten tres dedos de Ron Matusalem clásico, ni un milímetro más, ni uno menos. Medio limón inmediatamente después y finalmente llenar de Coca-Cola hasta que se desborde. 

Ese fue el elixir que nos mantuvo cuerdos las largas tardes de primavera de principios de pandemia. David pasaba horas sentado escuchándome declamar la poesía que aparecía en mi libreta. Silvio Rodríguez acompañaba, porque lo cantábamos y llorábamos como si estuviera bebiendo Matuslaem con nosotros. Todos esos poemas terminaron en Icaria, mi primer libro. Es, de algún modo, también de ellos. Del ron, de Silvio y sobre todo de David.

La andanada de recuerdos se perdió con la cerveza. Es quizá una nueva forma de hacerlos. La nostalgia es también hereditaria, es también una parte nuestra, porque en todas esas noches que contaron, también dejamos espacio para recordar. Porque nos hemos visto cambiar y crecer. Los años han dejado su marca entre las noches que nos vemos.

Ahora todos trabajamos. Miranda es periodista, David es administrador y Mares es parte de una productora. Yo he cambiado menos, sigo escribiendo, o por lo menos intentando hacerlo. Escribo menos poesía, mis amigos ya no tiene que escucharme declamarla por horas, hasta que el ron podía mas que el amor al arte. 

Mi cumpleaños fue tranquilo. La gente que he querido por años estuvo hasta las dos de la mañana. Dos de la mañana, hora infinita en la que la bruma alcohólica saca el lado mas tierno de las personas. Hora absurda en la que las lágrimas salen por decir cuanto quieres a quienes te están rodeando. Hora trágica en la que solemos pelear por estupideces. Hora triste por el vacío que dejan quienes se van a dormir.

Dormí poco. Ya tengo responsabilidades. Fui a trabajar y me invadió un profundo sentimiento de alegría. Hemos crecido y cambiado, lo sé, pero de cierta manera no tanto. Siguen las noches de fiesta invadidas por nostalgia. Por lo menos, eso el tiempo aún no nos lo ha podido quitar. Espero tarde mucho en hacerlo. Quisiera poder leerles estas líneas el año que viene. Y el que viene. Y el que viene.

No puedo quejarme de nada. Mi vida ha sido una fiesta. El deseo de sentir nostalgia por lo que aún no he vivido me lleva adelante. Porque si todo ha sido una fiesta, no hay motivos para que no siga así. 

Y todo esto es una precaución, para poder leerlo en los días que el sol se oculte temprano y las sombras me persigan. Fui feliz, he sido feliz. He sido la fiesta andante de Hemingway. Escribo porque sé que un día, en mucho tiempo, tendré que recordar todo esto con la añoranza del tiempo perdido, del que nunca habrá de volver. Quisiera ser un testigo de mi propio recuerdo. 

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