“Este es un relato de un viaje a través del agua: origen, destino y medio atravesado desde el que observo la tierra. ¿Por qué el agua? Porque cerca de ella me siento cómoda, me invade la calma y el paisaje rellena mis agujeros de persona urbana, aquellos que se forman al vivir rodeada de cemento”.
Que la naturaleza que nos rodea conforma nuestra forma de interpretar la realidad, y por supuesto de pensar, es algo sobre los que nos cuesta muchísimo reflexionar. Tres formas de atravesar un río (Ediciones Menguantes, 2021), de la argentina Agustina Atrío (Rosario, 1990) es un ejemplo de cómo todas nuestras experiencias y relaciones vienen condicionadas por el impacto que la geografía tiene en nuestra visión del mundo. Y lo hace a través de un elemento sin el que no podríamos sobrevivir. Fuente de nuestra existencia; el agua. Se trata de un diario de viaje por los ríos que la acompañaron en su vida: desde el río Paraná en Argentina, pasando por el Manzanares en España, hasta los ríos Limmat y Sihl en Suiza: “El agua, sin embargo, no es el motor de este viaje. Lo es una serie de búsquedas: el deseo de experimentar la vida en lugares nuevos, el amor, las casualidades”.
“¿Cómo influye la geografía en nuestra forma de nombrar? ¿Qué palabras se crean en ella?”, formula la escritora a lo largo de un recorrido por sus vivencias, sentimientos y deseos en geografías muy distintas, en donde ha sido capaz de experimentar sentimientos de nostalgia diferentes, “una nostalgia del agua”. Para ella, las ciudades pueden conocerse por los ríos que las conforman. Atendiendo a su forma, a su recorrido, a su hábitat y a su relación con todos los elementos con los que cohabita: “Huelo el río en contacto con mis cabellos, lo saboreo, lo siento acariciar mi piel y sigo el murmullo de su vaivén. Cada una de estas relaciones entre el río y mis sentidos se queda grabada en mi memoria a pesar del tiempo y la distancia, como cuando dentro de nuestra cabeza recordamos la voz de una persona querida”.
La metáfora de atravesar un río es la de la vida misma. Que fluye. Que se estanca. Que se contamina. Que se bifurca. Que inicia. Y que termina. En el recorrido por esos tres países, Agustina nos plantea que pasaría si pudiéramos hablar con ellos y preguntarles qué sienten ellos respecto a nosotros. Pero después de leerla yo me planteo si no es más una invitación para empezar a hablar con nosotros mismos. A recoger todas las palabras que parecen estar dispersas a lo largo de todos esos ríos: “Palabras asfálticas. Palabras sin agua. Palabras encerradas en barrios a través de avenidas. Palabras de nostalgia, a veces también de hastío. Palabras que buscan correr, fluir”
Este viaje, que habla de inicios, de nuevos idiomas, de partidas y de desarraigo, es también una voluntad de reflejar de alguna manera las marcas que ese desplazamiento genera: “Los viajes, así como nuestras experiencias, se marcan en nuestro cuerpo, dejan huella en nuestra piel. A veces estas marcas se pueden ver […] sin embargo hay muchas que permanecen invisibles. Se puede trazar un mapa de los lugares visitados y los lugares vividos. Pero ¿cómo trazar el mapa de las marcas que quedan en el cuerpo? ¿Donde quedan marcados, por ejemplo, el silencio y la soledad?”. Atrío, como el agua, es capaz de diluirse en diferentes realidades. Empezando desde cero. Porque cuando nos movemos es cómo si aprendiéramos a hablar de nuevo. Por diferentes cauces: “Viajar da perspectiva y enseña, pero también puede ser un compendio de paisajes por donde arrastramos nuestra carga, esa carga que fingimos no ver hasta que la encontramos ahí detrás, sobre la espalda”. Tres formas de atravesar un río establece otro tipo de conexión con la realidad, quizás más profunda. Con desvíos. Que camina a su ritmo. Contemplando el espectáculo de la naturaleza. Llegando – si es que alguna vez es posible – a su curso.