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Una posibilidad contra cinco

El corazón le corre desbocado, sabe que si tarda demasiado en hacerlo ya no será capaz, así que apoya la boca del revólver bajo su mentón y luego aprieta el gatillo.

Por fuera no es más que otra nave industrial. Por dentro en lugar de maquinaria o animales hacinados lo que le aguarda es una caterva de individuos sobreexcitados, anhelantes de que el espectáculo comience. Pero el espectáculo no empezará hasta que él llegue.

Algunos de los allí congregados reconocen su rostro pese a que las ocasiones anteriores en las que participó son ya lejanas en el tiempo. Él no reconoce a nadie. No es extraño, la estrella es él y ellos tan sólo el público. Por eso cuando pasa al lado de alguno de los que sabe de quién se trata oye una atronadora exclamación de júbilo por la anticipación.

De pronto distingue al que todos conocen como el Maestro de Ceremonias del evento que, subido sobre un escenario improvisado, está acompañado por otra figura: se trata de un hombrecillo gris, del montón, al cual costaría describir en un parte policial por su vulgaridad: rasgos característicos ninguno, tatuajes ninguno, estatura media… un hombre como otro cualquiera. Sin embargo allí subido es contemplado por cientos de ojos que lo miran como si esperasen ver una gran revelación. 

El recién llegado también lo mira esperando encontrar qué le ha llevado hasta allí, pero sólo ve miedo aún enmascarado tras una fachada falsa de imperturbabilidad. Lo reconoce porque él también siente ése mismo miedo. Siente el sudor frío que le recorre la espalda desde la nuca, y una sensación como de no estar allí pese a estarlo, mientras escucha cada vez más fuertes los latidos de su corazón restallando en sus oídos. Mientras tanto, el Maestro de Ceremonias les presenta como el Candidato 1 y el Candidato 2, y explica sus méritos para estar allí. 

El hombrecillo, ahora conocido como Candidato número 2, parece ser un hombre de suerte que ha pasado por más noches como estas que el Candidato 1. Las apuestas atruenan la sala, el dinero cambia de mano en mano, y el aire vibra por el calor y la tensión acumuladas. El número debe comenzar.

El maestro de ceremonias prepara un revólver cargándolo con una bala y haciendo girar después el tambor. A continuación lo pasa al Candidato número 1, que siente el peso inconmensurable del revólver, tan frío al tacto, más frío aún contra su mano sudorosa. Es incapaz de pensar en nada, o quizás es que piensa en todo a la vez. El corazón le corre desbocado, sabe que si tarda demasiado en hacerlo ya no será capaz, así que apoya la boca del revólver bajo su mentón y luego aprieta el gatillo.

Clic.

El maestro de ceremonias le quita el hierro de la mano a la vez que disimuladamente le sostiene un momento: él sí se había dado cuenta de que ha estado a punto de derrumbarse. Acaba de salir de la burbuja que le había aislado incluso del griterío que lo circunda, hay auténticos alaridos entre los que esperan ser ganadores de sus apuestas. A continuación vuelve a girar el tambor y le pasa el revólver al Candidato número 2, que pese a su aparente debilidad ahora le parece mucho más entero que él.

El Candidato 2 se coloca el revólver en la sien y mira con fijeza al público, cada vez más excitado con aquella actuación suicida, luego se vuelve hacia el Candidato 1 mientras compone en el rostro una especie de sonrisa triste y aprieta el gatillo. La detonación, pese a no ser tan fuerte en realidad, inunda por entero al Candidato 1 que oye su sonido reverberar una y otra vez en su cabeza.

El Candidato número 1 sabe que nunca olvidará aquella sonrisa, ni el sonido del revólver al dispararse. Lo piensa despúes, mientras guarda el dinero acordado por su participación y abandona la nave.

Conduce la chatarra destartalada que le sirve de vehículo de vuelta al territorio seguro de su barrio. Sólo cuarenta minutos escasos le separan de él, pero el corto trayecto por la carretera desierta se le hace eterno. No puede respirar hondo hasta que no introduce la llave en la cerradura de la puerta de su piso.

Una vez dentro se ducha para eliminar cualquier huella de lo ocurrido. Es entonces cuando se permite pensar que quizás una parte de él desearía que aquella bala hubiera sido suya. Que esta vez fuera la última. Está exhausto, no puede pensar más, ni quiere. Cierra los ojos y deja que el agua corra sobre su rostro, esperando que así se lleve todo consigo.

Tras salir de la ducha prepara café, y se sienta a esperar a que esté listo en una silla frente a la rayada mesa de aglomerado de la cocina. Entonces llega ella, adormilada todavía, con el pelo revuelto y la marca de la almohada en la cara.

-¿Estás haciendo café?, ¡qué bien!

Sonríe y se sitúa de pie a su lado, frente a la ventana sin cortinas que da al patio interior. Se frota los ojos y le mira un momento, como dudando si decir algo. Mientras se mordisquea el labio inferior masculla:

-Esta noche tuve una pesadilla, soñé que no volvías del trabajo. Que me dejabas.

Él la mira largamente, observa cómo por la ventana empieza a entrar la luz del amanecer y cómo por un extraño capricho parece rodearla a ella. A nimbarla. Uno de esos amaneceres limpios y luminosos del verano castellano, llenos de sol. 

-Yo siempre vuelvo, ¿no lo sabes ya?

Ella se acerca aún más y él apoya el rostro en su vientre, su hermoso y enorme vientre de ocho meses, mientras permite que sus lágrimas corran, mojándola.

Por Patricia G. Varela

Andando el camino letra a letra. Twitter: @ZiaGe

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