¿Qué cantidad de vida recordamos? Seguimos adelante,
Una vida posible; José Alejandro Adamuz.
dejando atrás lugares, personas y canciones. Y, sin
embargo, todo ese olvido también nos constituye. La
vida no está hecha a prueba del tiempo. La escritura sí,
aunque no siempre logra imponerse.
Por su imprescindible trabajo periodístico en Viajes National Geographic, su contagiosa fiebre lectora y su infravalorada faceta como divulgador en Twitter me gusta pensar en José Alejandro Adamuz, devoto radical de Bruce Chatwin donde los haya, como uno de los grandes guardianes y promotores de la literatura de viajes contemporánea.
Con la publicación de su ópera prima en solitario, Una vida posible, bajo el sello artesanal de Ediciones Menguantes, Adamuz se erige como una correa más dentro de la gran tradición de los narradores sobre el terreno; asumiendo que su papel no es el de secuestrar generales nazis en la isla de Creta como lo hiciera Patrick Leigh Fermor, sino el del viajero que va coleccionando hazañas silenciosas que se traducen y materializan en historias que los demás no ven, imanes de nevera, fantasías revolucionarias, cafés con leche, personas y canciones dejadas atrás, recuerdos y, sobre todo, libros leídos, no leídos, abandonados y envidiados.
Siguiendo la huella de exploradores míticos como Charles Darwin, viajeros irredentos como el ya aludido Chatwin, escritores nómadas como Julio Cortázar y detectives salvajes como Roberto Bolaño, Adamuz y su diario libran una cruzada a contrapelo frente al olvido por toda Latinoamérica —desde Ciudad de México, que no San José, hasta Ushuaia, en el extremo austral del continente—, proponiendo una hoja de ruta compuesta por fragmentos, retazos de memoria, epifanías, conjeturas, confesiones y testimonios que permiten perpetuar las historias que han construido la gramática de los lugares y, de paso, transformar su propia naturaleza humana como viajero.
Nos prolongamos en los viajes que antes hicieron otros: los lugares son espacios culturales complejos, llenos de referencias, de lecturas entrecruzadas y de arenas movedizas que pueden tragarnos por completo.
Alguna vez le escuché decir a David Jiménez en un aula universitaria que la obligación de un periodista era irse a donde estuvieran pasando cosas para contarlas. Esa misma idea se vincula , por ejemplo, con lo que Luis Suárez, otrora editor de la revista semanal Siempre, le dijo a Adamuz en torno a si era o no buena idea visitar un país en perpetua turbulencia como Honduras: «Algo va a suceder». Y sí: cuando eludimos con la suficiente convicción las rutas programadas y las narrativas heredadas, siempre sucede algo que luego, con una buena dosis de intuición y un golpe de suerte, puede convertirse en un libro que moviliza y transforma conciencias como este. Porque la afirmación del viaje no puede ser otra que la escritura.
En paralelo a todo esto, Adamuz, cuya hipersensibilidad wertheriana y formación lectora lo distancia de otros de sus antecesores, desmonta el paradigma de viajero con gran destreza física, capa y antifaz de superhéroe y del viaje como fluir placentero a manera de travelling de cine con paisajes bellos, dando por descontado que tanto en la escritura como en el viaje siempre está latente la posibilidad de naufragio.
Pensando en aquello que decía José Saramago en su mítica nota final de Viaje a Portugal, sobre que el viaje no acababa nunca sino que los que acababan eran los viajeros, queda para la posteridad el conjunto total de arquetipos propuesto por Laurence Sterne y recuperado por el autor durante un pasaje del libro: viajeros haraganes, viajeros inquisitivos, viajeros mentirosos, viajeros orgullosos, viajeros vanidosos, viajeros melancólicos. Con ganas de reprocharle algo a Sterne y con el afán de reivindicar la hazaña protagonizada por Adamuz, podría decirse que solo le faltó reparar en un tipo de viajero: los incombustibles.
Por todo lo anteriormente descrito, no sorprende que después de leer Una vida posible comience a reverberar la idea del viaje como una especie de vida en miniatura; una vida que, con toda certeza, es mejor que la que nos ha tocado vivir.