Hablaba recién con dos profesionales de la industria sobre el inminente proceso reformista que afrontará el viaje tras la crisis sanitaria que nos ocupa. Al tiempo que advertíamos el surgimiento de nuevas posibilidades tecnológicas para explorar y descubrir lugares remotos a través de una pantalla táctil y veíamos en el turismo interno un paliativo para economías sobre alfileres como España o Italia, también reparamos en el hecho de que, quizá, con lo complejo que será emprender un viaje en el futuro inmediato, finalmente seremos capaces de volver a conferirle a la experiencia de desplazamiento esa virtud épica de los viajeros antiguos.
Ésta última circunstancia me remitió inexorablemente a uno de los personajes más entrañables de Alessandro Baricco. En su célebre novela Seda, el escritor italiano aborda con luminosa melancolía la vida de Hervé Joncour, un hombre decimonónico con un oficio insólito: compraba y vendía gusanos de seda. Luego de que en 1861, mientras Gustave Flaubert escribía Salambó y Abraham Lincoln combatía en una guerra civil al otro lado del Atlántico, una epidemia de pebrina había destruido los cultivos europeos —alcanzado a África por el mar y, con mucha probabilidad, a la India—, Joncour fue impelido a partir hasta Japón sin otro mapa de ruta que no fuera ir siempre recto, hasta el fin del mundo.
La aventura, como cabría esperar, le cambió la vida. Nunca volvió a ser el mismo de vuelta en Lavilledieu, su pueblo natal en la Francia meridional. Habiendo recorrido a caballo la estepa rusa, superando los Urales hasta el lago Baikal, en Siberia, para luego descender por el curso del río Amur, bordear la frontera china y llegar en un barco de contrabandistas holandeses a la costa oeste de Japón, nada volvería a ser igual.
Pese a estar inmerso en estos días con la lectura de Las flores del mal, de Charles Baudelaire, me mostré sospechosamente optimista respecto a mis interlocutores sobre el futuro de los viajeros como contadores de historias. Pensé en Hervé Joncour, retirado, relatando sus viajes a los niños del pueblo. Narrando sin prisa, «mirando en el aire cosas que los demás no veían».