Tierna perfección

Lo reconozco, es más guapa entre lágrimas, hasta en eso es la niña perfecta.

El cartel de se busca está mal pegado en un poste, el sol y la lluvia le han quitado el color. Me doy la vuelta y camino a casa. Al llegar dejo las bolsas del mercado en la barra de la cocina. Enciendo el horno. El calor trae de vuelta un poco de pasado.

Recuerdo cómo la veía. Con sus mejillas rosas, bien hinchadas. Esa sonrisa incompleta y aparte con un diente chueco cuya función era medio tapar el hueco vecino. Seguro quedó así por la impaciencia con la que jugó con el diente anterior. Su cabello apenas rozaba sus hombros. Tenía un color almendrado, contrastaba a lo blanco de su piel. Sus ojos no cambiaron tanto, eran negros y ya. Han cambiado como cualquier cielo nocturno puede cambiar en veinte años. Recuerdo cuánto quería morderla, quería hacerlo porque detestaba que fuese tan bonita. Tal vez quería comerme su ternura.

Sus padres siempre habían sido amables conmigo, yo era cinco años mayor que ella. Pero mi baja estatura no me ayudaba a aparentar mi edad. Esa costumbre estúpida de llevarte bien con tus vecinos de enfrente perdura hasta nuestros días en esta calle. Nunca me atreví a hablarle, no tenía algo interesante para decirle. Y como era tan popular en nuestra escuela, tenía pavor de que ella pensase que soy un fenómeno y me hiciera quedar mal frente a todos. Cuando íbamos finalizando secundaria, eso ocurrió de todas formas. Su grupito de amigas y su noviecito publicaron en el periódico escolar una foto mía mordiendo una muñeca. Recuerdo el primer apodo, fue “El comebarbis”. En esa época era el que más me dolía. El horno alcanza la temperatura ideal justo cuando termino de cortar las verduras para el guiso.

Siempre fue la niña perfecta. Era la campeona regional en gimnasia y fue el segundo mejor promedio en la escuela. Me enteré que en la preparatoria logró ser el mejor promedio y por ello obtuvo una beca para estudiar en alguna universidad europea. Supe que fue una de las más jóvenes en graduarse con honores en su carrera. Regresó comprometida con un alemán. Mientras mi madre moría de leucemia, sus padres le dejaron la casa para ella y su marido. La pareja ideal viviendo justo frente a mí. Toleré tres años de verlos tan felices.

No había encendido la tele en mucho tiempo, pero algo me llevó a hacerlo. Un instinto, tal vez. La reconocí de inmediato, llorando en el noticiero de las ocho. Lo reconozco, es más guapa entre lágrimas, hasta en eso es la niña perfecta. Su marido la abraza y el reportaje termina cuando ambos cierran la puerta de su casa. La imagen vuelve al estudio en vivo, apago la tele. Regreso a la cocina. Pongo una alarma de sesenta minutos, acaricio el cabello de la pequeña. Tiene los mismos ojos de noche, son como los de su madre. La beso en la frente antes de meterla al horno. El calor la despierta, pero su llanto no logrará atravesar el grueso vidrio de la puerta. Me sirvo una copa de vino y espero. En verdad espero que su carne sea tan perfecta como imaginé por años que sería la de su madre.

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