Llegó un día sin avisar. Quizás mucho antes de lo que soy capaz de recordar, pero eso carece de relevancia. Lo importante es que está desde hace años, como una amistad de campamento de verano, aunque llegue el frío invierno. Está porque yo le he dejado un hueco junto a la chimenea, agradeciendo su manera de resolver mi incertidumbre con miles de ideas, con posibles escenarios donde todo y nada ocurre a la vez.
Es muy intensa. A veces me aprieta con tanta fuerza que creo escuchar los trozos de cristal cayendo por entre mis costillas, como si en un intento de liberarme de la presión, ejerciera un peso gravitacional hacia el vacío. Sé que solo intenta protegerme y no conoce otra forma…
Siempre me habla en términos condicionales, vive con esa estúpida creencia de que puede predecir el futuro, o en su defecto, prepararse ante él. Pero suele equivocarse. El futuro llega y ella se decepciona al decepcionarse. “Nunca se está demasiado preparada para un golpe, aunque lo lleves esperando meses”. Supongo que tiene razón y por eso se equivoca tanto…
Jamás la echo de menos si se marcha, y casi nunca se aleja más de dos centímetros de mí. A veces fantaseo con esa posible vida en cualquier otro universo donde ella y yo nunca nos encontramos en el mismo camino, donde mis días y mis noches no están señalados con el rojo de sus heridas, donde sus manos no me arañan ni sus ojos me lagrimean. Pero entonces recuerdo que cuando estaba sola, ella era quien permanecía a pesar del miedo. Era ella quien me hablaba del mañana y me daba soluciones, quien me abrazaba con fuerza hasta romperme a llorar.
Me ha herido tanto porque me he cobijado bajo su sombra como si fuera refugio y no laberinto. Ahora no sé salir.
Pero es la primera vez que hablo en voz alta de ella. Y su mano ha dejado de apretar con tanto ímpetu la mía. Quizás se ha molestado. Quizás se avergüenza de que describa al milímetro su manera de envolver.
Querida Ansiedad, quizás ahora que estas palabras surcan el aire, tú te vayas con el viento.