Categorías
Historias

1983

Porque nada perfecto dura más de quince minutos, Benítez. Haceme caso.

El funcionamiento general del mundo; Eduardo Sacheri

El domingo llevé a mi hija, #LaFrijol, en busca de unos leggins. El motivo era sencillo: no tendrán que portar uniforme escolar hasta entrado el mes de noviembre y ella carecía de algo cómodo para tomar la clase de danza. Bueno, y que ingresa a primero de secundaria, al parecer empieza a preocuparse por su vestimenta y apariencia. Bienvenido a la paternidad de una pre-puber. En el trayecto, le contaba (desconozco si era de su interés) sobre mis recuerdos/sentimientos/memorias de mi experiencia en ese rubro.

Era septiembre de 1983. Un día típico de fin del verano mexica. Gris por la mañana, soleado a mediodía. La diferencia de aquella jornada era que acudía a mi primer día en la secundaria. Todo un parteaguas. Vestía con el uniforme escolar: pantalón gris, camisa blanca, suéter en color beige y zapatos negros; y por primera vez en mi vida, mis pies calzaban unos mocasines. No los encontré cómodos, pero supuse que era parte de mi nuevo yo: el “joven” de secundaria.

El mundo —el exterior— estaba convulso. Un par de días antes el vuelo 007 de Korean Air, que había despegado de Nueva York con destino a Seúl (con escala en Anchorage), con 269 personas —pasajeros y tripulantes— había sido derribado por un misil soviético disparado por un caza de combate: al parecer, había una segunda nave (un RC-135 espía) detrás del vuelo comercial y por algún error en la trayectoria de vuelo de la aerolínea coreana todo acabó en tragedia.

El evento fue algo delicado, la Guerra fría, si bien no era 1962, tampoco estaba para hacer fiestas. A la invasión de Afganistán por parte de la URSS, unos años antes, la guerra del Golfo (Irán-Irak), Líbano, al anuncio del proyecto de defensa “Guerra de las galaxias” por parte de Reagan, se sumaría una operación militar norteamericana en Grenada para derrocar un gobierno (comunista) que no querían tener cerca de casa; es decir, bisnes-as-yusual. Todo esto generó un clima de tensión que, según registros recientes, en aquel noviembre se estuvo, si no al borde, sí muy cerca de que ni ustedes ni yo pudiésemos conocer a Messi, ya que el mundo como lo conocemos, hubiera sido dado de baja del sistema solar.

Hoy día, hechos semejantes hubieran generado miles de mensajes en redes #PrayForKorea, #GrenadaMyLove o #FuckTheSovietsAndTheGabachosToo; seríamos expertos en el Tratado del Atlántico Norte y sobre el Pacto de Varsovia todo lo conoceríamos, aunque dos días después olvidáramos lo sucedido y lo canjeáramos por algún nuevo acontecimiento que nos dejara bien parados ante el mundo virtual. En aquel tiempo, a mis doce años, me asustaba la posibilidad de una conflagración nuclear, pero en ese preciso instante tuve otras prioridades: llegando a la escuela me encontré con la noticia de que me habían cambiado de grupo respecto a toda mi educación primaria, una catástrofe. Aún no iniciaba el curso escolar y ya tenía un “gol de vestidor” en contra. Me “alejaban” de mis amigos e iba a estar incrustado en un salón ajeno a mi vida. Problema mayúsculo desde cualquier punto donde lo viera.

En México, vivíamos el primer año del sexenio del dios en turno. “De frente De la Madrid para presidente” iba el coro de la cancioncita de su campaña. El país, cómo no, estaba sumido en crisis. La devaluación del ’82 (“¡Defenderé al peso como un perro! (sic)”) había hundido (aún más) el sueño de “administrar la riqueza” (¿de quién?), y el futuro del país estaba hipotecado por unos años más (y los que nos falte). La tecnocracia había sustituido a los “caudillos” con el mismo resultado; la clase política de entonces es muy similar en usos y costumbres a la actual. Político viejo no aprende trucos nuevos, ¿o cómo es?

Estaba frustrado y triste, me alineé de mala manera en la fila y subí al salón correspondiente. Ahí la plática generalizada era alrededor de las vacaciones de verano y cómo el mundo giraba de manera regular. El mío se había desfasado. O eso sentía, en realidad, como todo visto en retrospectiva —así es más fácil— me permitió hacer más amigos y conocer otro tipo de personas. Pero a los doce años eso es difícil de ver. Para mí, en ese instante todo se reducía a la incomodidad. En ese curso aprendí, entre otras cosas, además de que existen las mitocondrias, la velocidad de caída libre es de 9.81 m/s2 y qué Robespierre fue un auténtico hijoputa; que se pueden cambiar de amigos o agregar otros; que la música te transporta y te lleva incluso a sentir olores; que nada es para siempre (NADA) y que crecer no es tan fácil como parece en las películas.

Al final de año escolar, justo cuando entré oficialmente a la pubertad, después de pasar alrededor de nueve meses con mis compañeros, pude (puedo del verbo presente) referirme a más de uno como amigo. Y eso después de casi cuarenta años es para escribir a casa. Al salir del centro comercial, en el retrovisor pude percatarme de la mirada de #LaFrijol. Volteaba a ver el camino, seguramente con la sensación de incertidumbre que significa crecer. Es un proceso solitario, pero tener gente a tu alrededor, que te importe/le importes, ayuda. En ese momento, me hubiera gustado dejar el volante y darle treinta y dos mil besos en el cachete, pero manejaba, así que me limité a decirle “lo vas a hacer muy bien, como siempre. Y si no, habrá tiempo para arreglarlo”.

Por Juan Pablo Martínez Cajiga

Nací un lunes.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *