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Editorial

50 años, de domingo a domingo

Nací el domingo 9 de junio de 1974.
Cumplo 50 años el domingo 9 de junio de 2024.

No deja de hacerme gracia esta simetría: medio siglo de domingo a domingo. Como las tapas de un emparedado, o un paréntesis abierto y cerrado, y todo lo que lleva por dentro es la vida que uno ha llevado desde entonces hasta el sol de hoy (frase de mi abuela, que como tantas otras que están en desuso, salpican la jerga con la que me expreso, tanpor escrito como en persona): pero esto no es uno de esos recuentos biográficos engolados y petulantes que buscan mostrar al lector la importancia que tiene el autor.

Al contrario, es una manera de agradecer al cómplice lector su acompañamiento a lo largo de la mitad de esta vida, que me he dedicado a la escritura de una manera constante, en público.

Si como se acostumbra decir, “infancia es destino”, entonces que para vivir (literal y metagfóricamente, pues vaya) yo escriba no debería sorprender a nadie. Aún antes de saber las letras (y me aprendí todo el alfabeto antes de conocer la diferencia entre vocales y consonantes, a base de oír a mi prima Liza Mariana, que es dos años mayor, repetirlos una y otra vez hasta memorizarlos) yo ya contaba historias, mediante dibujos con crayolas en las que dos personajes, “Jaime y Laura”, tenían una serie de aventuras en diversos escenarios: la casa embrujada, el Titanic, las nieves, los huracanes… (macabro, el niño). 

Jaime y Laura en realidad (todavía) existen, de hecho. Jaime es hoy mi primo por matrimonio (entonces era el novio de mi prima Paloma) y en ese entonces, fines de los 70, era mi ídolo juvenil, el héroe de mi vida, que me llevaba al cine como chaperón en miniatura en sus citas con su futura esposa, ellos 15 años mayores que yo; Laura, por otra parte, era una ahijada de mis abuelos, la primera chica que vi conducir un auto (¡un vocho convertible rojo!), que llegaba con sus minifaldas y botas altas, larga cabellera al viento como si se tratara de Candice Bergen en un anuncio de shampoo Breck; ambos se convirtieron, filtrados a través de mis ojos de niño, en los arquetipos de los personajes que posteriormente empezaría a crear, al punto que, aún hoy, en todo lo que escribo hay dos personajes, ya sean centrales o de referencia, que responden a ese nombre.

En estos 50 años, que todavía no siento, el mundo ha ido haciendo cambios que no dejan de admirarme, en lo cultural, lo científico y lo tecnológico, aunque también hay otros cambios que no son de vanguardia, sino retrocesos que también me dejan impresionado: donde el resto del mundo mira hacia 2025 y la última década de autos de combustible (lo digo por citar un ejemplo), en México alegre y aplastantemente, hemos vuelto a 1982. Siempre, desde mi más temprana juventud, he sido contestatario, por lo que mi posición ante la política siempre es de escepticismo y sorna, pero ante los acontecimientos del dominio público, quizá mi escepticismo ahora pase a un hartazgo, pero no lo sé aún. No creí en el años 2000, que volveríamos a un yugo hegemónico, pero si esta es la preferencia de mis compatriotas y mi país gusta de deglutir lo que su gobierno excreta, ¿quién soy yo para disentir?

Crecí bajo una dictadura con mayoría absoluta en las cámaras, y ahora llego a la última parte de mi mediana edad, con lo mismo, únicamente bajo otro nombre; una hegemonía sin contrapesos ni instituciones autónomos, aunque básicamente con el mismo personal. No reconocer la ironía es ceguera. 

Ahora, con esta regresión histórica marcada por el populismo estilo 1982 (sí, yo me acuerdo: de muchas formas, una parte de mi padre murió el 1 de septiembre de ese año, durante el último informe de JLP), la nostalgia chisporrotea y pervade los recuerdos conforme llego al ostensible quinto piso: viene en oleadas de muchas otras cosas: libros y películas, programas de televisión, canciones, hasta slogans jingles publicitarios. Y pienso, no sin una sonrisa, que todo esto es lo que formó a mi generación, los que concebimos a los “Centennials” que, precisamente por nuestro deseo de protegerlos del pasado, los hemos llevado a repetirlo.

50 años. No con mucho que mostrar por ello, aunque tampoco sea nimio: 9 libros, algunas obras de teatro (incluyendo la versión en español de Dogville, cuyo montaje a lo largo de 5 años, me costó literalmente un divorcio), amigos (menos de los que uno creía, pero amigos hay), salud razonable y un hogar. No me quejo. Hacerlo sería oficioso. De un domingo a otro, han sido cincuenta años en los que he tenido grandes maestros, enseñanzas muchas, amistades largas y algún amor inconstante que hoy es fantasma. 

Podría ser peor, uno supone.

50 años de domingo a domingo. No creo que cumpla otros. No creo que aguante otros. Pero es un sendero que ha sido bueno, un aprendizaje largo y que continúa, aquí, entre estos abrojos, estas historias, y sobre todo, estos lectores. Porque uno es tan importante no como aquello que escriba, sino ante cuántos lectores llegue y les hable. Eso es lo verdaderamente importante.

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