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El sueño de los libres

Sabíamos que no estaba bien pero extrañábamos sentirnos libres, sentir que éramos parte del viento, sentir que el sol bañaba nuestros rostros.

Por: Andy Mejía

Mi sueño más grande era ser astronauta. Soñaba con volar en la inmensidad del espacio y poder ver al mundo como nunca nadie lo había hecho; solía jugar con mi amigo Joaquín a que construíamos una nave espacial y despegábamos libres al infinito.

Joaquín y yo éramos inseparables, dormíamos en la casa del otro, comíamos dulces hasta reventar y siempre le hacíamos travesuras al gato del vecino; él era mi mejor amigo.

Vivíamos en un lugar poco común, siempre estaba soleado, la gente estaba de buen humor y había un permanente ambiente de cordialidad. Un día salimos como siempre mi amigo y yo a jugar fútbol con una botella que encontramos en la calle, empezó a llover, una alarma sonaba, ese día era extraño; paramos el juego y nos percatamos de que todos corrían a sus casas, corrían con temor en su rostro y pánico en su mirada que dirigían al cielo. De pronto, soldados salían de todas partes.

Estábamos observando toda la escena cuando mi madre llegó muy alterada y nos dijo que entráramos a la casa de inmediato. Al cruzar el umbral nos percatamos que mi padre no paraba de hacer llamadas, preguntamos a mi mamá qué estaba pasando, nos miró con una mezcla de terror y ternura diciendo que todo estaba bien y que sólo se venía una tormenta muy fuerte. En las conversaciones telefónicas de mi padre siempre escuchaba más de cinco veces la palabra ‘invasión‘, y otras tres la palabra ‘guerra‘; esta última siempre la decía un poco más bajo. En ese momento no di mucha importancia a lo que decía mi padre por teléfono, o a la preocupación de mi madre, porque Joaquín y yo siempre estábamos jugando.

Pasamos seis días encerrados en la casa, con protecciones extra. Mi padre era el único que salía. Salía desde temprano y regresaba hasta muy tarde; cuando regresaba siempre tenía en su rostro un gesto de enojo. Me daba cuenta cómo la preocupación invadía los ojos de mi madre cada día. Antes solía cantar todas las mañanas mientras preparaba el desayuno. Ahora, rara vez salía de su cuarto y cuando salía era para asomarse con temor por la ventana y para preparar un sándwich para nosotros. Mi amigo empezó a preguntar por sus padres, realmente los extrañaba. Extrañaba las caricias de su madre sobre su rostro y también extrañaba que su padre lo levantara por los aires cuando llegaba de trabajar. Cuando Joaquín preguntaba por ellos mi madre se sentía ansiosa y le decía que habían salido de viaje y que se tenía que quedar con nosotros más tiempo, hasta que ellos regresaran y la tormenta terminara.

Un día mis padres tuvieron que salir de casa. Nos advirtieron que no nos acercáramos a las ventanas ni saliéramos a la calle, y si lo hacíamos tendríamos un castigo muy fuerte. Después de hora y media de ver que mis padres no volvían, Joaquín y yo decidimos salir a explorar por unos minutos. Sabíamos que no estaba bien pero extrañábamos sentirnos libres, sentir que éramos parte del viento, sentir que el sol bañaba nuestros rostros, sentir la risa de los demás a nuestro alrededor, sentir eso que solo como niños podemos sentir nosotros. Tuvimos que salir por la ventana trasera de la casa, porque mis padres habían asegurado las puertas y ventanas del frente. Cuando llegamos a la calle principal, vimos que nos encontrábamos en otra ciudad.

En una ciudad desconocida, destruida pero no abandonada, una ciudad roja y también fría, muy fría. Miramos a nuestro alrededor y ya no era como antes, ya no se podía oler el pan recién horneado de la señora Clara ni se escuchaba el canto de los jilgueros. Todo había cambiado. Nunca había sentido algo así. La ciudad era triste. La gente dormía en las banquetas, pero estaban heridas. Joaquín me dijo que realmente no estaban dormidas sino muertas. Cuando escuché eso un frío me invadió el cuerpo. Mire el rostro de mi amigo y vi como lagrimas salían de sus ojos tristes.

Nos fuimos a casa. Nos sentamos y hubo un silencio grande hasta que se escuchó la perilla. Entraron mis padres y al vernos ahí supieron lo que vimos. Mi madre nos tomó de las manos y nos explicó que había una guerra. Yo no entendía esa palabra. Mi madre dijo que solamente porque éramos diferentes, algunas personas creían tener el derecho de tratarnos diferente; también dijo que era algo sin sentido, que todos deberíamos estar unidos, que a final de cuentas todos éramos hermanos.

Al otro día, mis padres, Joaquín y yo abandonaríamos nuestra casa buscando un nuevo hogar en otras tierras. Mi madre dijo que era por nuestro bien, que nos íbamos a mudar a otro país donde volveríamos a empezar y sentiríamos de nuevo la libertad de vivir.

Cuando salimos a la calle, justo al dar un paso afuera, un misil devastador cayó sobre la casa. Silencio, penumbra y dolor nos invadieron.

Mis padres y Joaquín ahora también duermen. Pero ellos lo hacen una vez al día.

Yo duermo siempre, ahora los puedo vigilar y veo que mi madre tenía razón. Ahora los tres están en otro país, y todo salió bien, ahora son realmente felices, ahora son libres y lo más importante es que ya no existen las diferencias. Todos somos iguales.

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